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lunes, 31 de marzo de 2014

Epistemología








La epistemología procede de episteme que en griego significa «conocimiento», (epistamai: entender de algo, saber). Palabra griega que significa en general conocimiento, saber o ciencia, raíz de muchos términos propios de la teoría del conocimiento o epistemología.
La epistemología es la rama de la filosofía que trata de los problemas filosóficos que rodean la teoría del conocimiento. La epistemología se ocupa de la definición del saber y de los conceptos relacionados, de las fuentes, los criterios, los tipos de conocimiento posible y el grado con el que cada uno resulta cierto; así como la relación exacta entre el que conoce y el objeto conocido. Si nos referimos sobre todo a su uso entre los filósofos griegos, vemos que, en Platón, sólo puede haber episteme, conocimiento o ciencia, de lo inmutable y necesario (las ideas). Ciencia es también nous y noesis, pero doxa, en cambio, es «opinión»: lo que no puede ser verdaderamente conocido, o conocimiento por sólo las apariencias. Epistemología es la rama de la filosofía que lleva a cabo una reflexión o interpretación de «segundo orden» sobre la ciencia y sus resultados, tomando como objeto de estudio propio los problemas filosóficos (sustantivos y metodológicos) que la ciencia plantea. Si suponemos que toda actividad humana teórica es una reflexión o interpretación de «primer orden», o de primer nivel, esto es, una actividad a través de la cual el hombre toma contacto conceptual con su medio natural y lo interpreta, a la filosofía le toca ser una de las principales actividades, no la única, de «segundo nivel», o de «segundo orden», en el sentido de que toma como objeto de estudio propio todas o parte de aquellas interpretaciones o reflexiones primeras. Así pues, se habla de filosofía de la ciencia cuando la filosofía reflexiona sobre la ciencia y sus resultados.
Problemas filosóficos griegos y medievales 
En el siglo V a.C., los sofistas griegos cuestionaron la posibilidad de que hubiera un conocimiento fiable y objetivo. Por ello, uno de los principales sofistas, Gorgias, afirmó que nada puede existir en realidad, que si algo existe no se puede conocer, y que si su conocimiento fuera posible, no se podría comunicar. Otro sofista importante, Protágoras, mantuvo que ninguna opinión de una persona es más correcta que la de otra, porque cada individuo es el único juez de su propia experiencia. Platón, siguiendo a su ilustre maestro Sócrates, intentó contestar a los sofistas dando por sentado la existencia de un mundo de formas o ideas, invariables e invisibles, sobre las que es posible adquirir un conocimiento exacto y certero. Mantenía que las cosas que uno ve y palpa son copias imperfectas de las formas puras estudiadas en matemáticas y filosofía. Por consiguiente, sólo el razonamiento abstracto de esas disciplinas proporciona un conocimiento verdadero, mientras que la percepción facilita opiniones vagas e inconsistentes. Concluyó que la contemplación filosófica del mundo oculto de las ideas es el fin más elevado de la existencia humana.
Aristóteles siguió a Platón al considerar el conocimiento abstracto superior a cualquier otro, pero discrepó de su juicio en cuanto al método apropiado para alcanzarlo. Aristóteles mantenía que casi todo el conocimiento se deriva de la experiencia. El conocimiento se adquiere ya sea por vía directa, con la abstracción de los rasgos que definen a una especie, o de forma indirecta, deduciendo nuevos datos de aquellos ya sabidos, de acuerdo con las reglas de la lógica. La observación cuidadosa y la adhesión estricta a las reglas de la lógica, que por primera vez fueron expuestas de forma sistemática por Aristóteles, ayudarían a superar las trampas teóricas que los sofistas habían expuesto. Las escuelas estoica y epicúrea coincidieron con Aristóteles en que el conocimiento nace de la percepción pero, al contrario que Aristóteles y Platón, mantenían que la filosofía había de ser considerada como una guía práctica para la vida y no como un fin en sí misma.
Después de varios siglos de declive del interés por el conocimiento racional y científico, el filósofo escolástico santo Tomás de Aquino y otros filósofos de la edad media ayudaron a devolver la confianza en la razón y la experiencia, combinando los métodos racionales y la fe en un sistema unificado de creencias. Tomás de Aquino coincidió con Aristóteles en considerar la percepción como el punto de partida y la lógica como el procedimiento intelectual para llegar a un conocimiento fiable de la naturaleza, pero estimó que la fe en la autoridad bíblica era la principal fuente de la creencia religiosa.
Razón contra percepción 
Desde el siglo XVII hasta finales del siglo XIX la cuestión principal en epistemología contrastó la razón contra el sentido de percepción como medio para adquirir el conocimiento. Para los racionalistas, entre los más destacados el francés René Descartes, el holandés Baruch Spinoza y el alemán, Gottfried Wilhelm Leibniz, la principal fuente y prueba final del conocimiento era el razonamiento deductivo basado en principios evidentes o axiomas. Para los empiristas, empezando por los filósofos ingleses Francis Bacon y John Locke, la fuente principal y prueba última del conocimiento era la percepción.
Bacon inauguró la nueva era de la ciencia moderna criticando la confianza medieval en la tradición y la autoridad y aportando nuevas normas para articular el método científico, entre las que se incluyen el primer grupo de reglas de lógica inductiva formuladas. Locke criticó la creencia racionalista de que los principios del conocimiento son evidentes por una vía intuitiva, y argumentó que todo conocimiento deriva de la experiencia, ya sea de la procedente del mundo externo, que imprime sensaciones en la mente, ya sea de la experiencia interna, cuando la mente refleja sus propias actividades. Afirmó que el conocimiento humano de los objetos físicos externos está siempre sujeto a los errores de los sentidos y concluyó que no se puede tener un conocimiento certero del mundo físico que resulte absoluto.
El filósofo irlandés George Berkeley estaba de acuerdo con Locke en que el conocimiento se adquiere a través de las ideas, pero rechazó la creencia de Locke de que es posible distinguir entre ideas y objetos. El filósofo escocés David Hume siguió con la tradición empirista, pero no aceptó la conclusión de Berkeley de que el conocimiento consistía tan sólo en ideas. Dividió todo el conocimiento en dos clases: el conocimiento de la relación de las ideas —es decir, el conocimiento hallado en las matemáticas y la lógica, que es exacto y certero pero no aporta información sobre el mundo— y el conocimiento de la realidad —es decir, el que se deriva de la percepción. Hume afirmó que la mayor parte del conocimiento de la realidad descansa en la relación causa-efecto, y al no existir ninguna conexión lógica entre una causa dada y su efecto, no se puede esperar conocer ninguna realidad futura con certeza. Así, las leyes de la ciencia más certeras podrían no seguir siendo verdad: una conclusión que tuvo un impacto revolucionario en la filosofía.
El filósofo alemán Immanuel Kant intentó resolver la crisis provocada por Locke y llevada a su punto más alto por las teorías de Hume; propuso una solución en la que combinaba elementos del racionalismo con algunas tesis procedentes del empirismo. Coincidió con los racionalistas en que se puede tener conocimiento exacto y certero, pero siguió a los empiristas en mantener que dicho conocimiento es más informativo sobre la estructura del pensamiento que sobre el mundo que se halla al margen del mismo. Distinguió tres tipos de conocimiento: analítico a priori, que es exacto y certero pero no informativo, porque sólo aclara lo que está contenido en las definiciones; sintético a posteriori, que transmite información sobre el mundo aprendido a partir de la experiencia, pero está sujeto a los errores de los sentidos, y sintético a priori, que se descubre por la intuición y es a la vez exacto y certero, ya que expresa las condiciones necesarias que la mente impone a todos los objetos de la experiencia. Las matemáticas y la filosofía, de acuerdo con Kant, aportan este último tipo de conocimiento. Desde los tiempos de Kant, una de las cuestiones sobre las que más se ha debatido en filosofía ha sido si existe o no el conocimiento sintético a priori.
Durante el siglo XIX, el filósofo alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel retomó la afirmación racionalista de que el conocimiento certero de la realidad puede alcanzarse con carácter absoluto equiparando los procesos del pensamiento, de la naturaleza y de la historia. Hegel provocó un interés por la historia y el enfoque histórico del conocimiento que más tarde fue realzado por Herbert Spencer en Gran Bretaña y la escuela alemana del historicismo. Spencer y el filósofo francés Auguste Comte llamaron la atención sobre la importancia de la sociología como una rama del conocimiento y ambos aplicaron los principios del empirismo al estudio de la sociedad.
La escuela estadounidense del pragmatismo, fundada por los filósofos Charles Sanders Peirce, William James y John Dewey a principios de este siglo, llevó el empirismo aún más lejos al mantener que el conocimiento es un instrumento de acción y que todas las creencias tenían que ser juzgadas por su utilidad como reglas para predecir las experiencias.
Epistemología en el siglo XX
A principios del siglo XX los problemas epistemológicos fueron discutidos a fondo y sutiles matices de diferencia empezaron a dividir a las distintas escuelas de pensamiento rivales. Se prestó especial atención a la relación entre el acto de percibir algo, el objeto percibido de una forma directa y la cosa que se puede decir que se conoce como resultado de la propia percepción. Los autores fenomenológicos afirmaron que los objetos de conocimiento son los mismos que los objetos percibidos. Los neorrealistas sostuvieron que se tienen percepciones directas de los objetos físicos o partes de los objetos físicos en vez de los estados mentales personales de cada uno. Los realistas críticos adoptaron una posición intermedia, manteniendo que aunque se perciben sólo datos sensoriales, como los colores y los sonidos, éstos representan objetos físicos sobre los cuales aportan conocimiento.
Un método para enfrentarse al problema de clarificar la relación entre el acto de conocer y el objeto conocido fue elaborado por el filósofo alemán Edmund Husserl. Perfiló un procedimiento elaborado, al que llamó fenomenología, por medio del cual se puede distinguir cómo son las cosas a partir de cómo uno piensa que son en realidad, alcanzando así una comprensión más precisa de las bases conceptuales del conocimiento.
Durante el segundo cuarto del siglo XX surgieron dos escuelas de pensamiento, ambas deudoras del filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein. Por una parte, la escuela del empirismo o positivismo lógico, tuvo su origen en Viena, Austria, pero pronto se extendió por todo el mundo. Los empiristas lógicos hicieron hincapié en que sólo hay una clase de conocimiento: el conocimiento científico; que cualquier conocimiento válido tiene que ser verificable en la experiencia; y, por lo tanto, que mucho de lo que había sido dado por bueno por la filosofía no era ni verdadero ni falso, sino carente de sentido. A la postre, siguiendo a Hume y a Kant, se tenía que establecer una clara distinción entre enunciados analíticos y sintéticos. El llamado criterio de verificabilidad del significado ha sufrido cambios como consecuencia de las discusiones entre los propios empiristas lógicos, así como entre sus críticos, pero no ha sido descartado.
La última de estas recientes escuelas de pensamiento, englobadas en el campo del análisis lingüístico o en la filosofía del lenguaje corriente, parece romper con la epistemología tradicional. Los analistas lingüísticos se han propuesto estudiar el modo real en que se usan los términos epistemológicos claves —términos como conocimiento, percepción y probabilidad— y formular reglas definitivas para su uso con objeto de evitar confusiones verbales. El filósofo británico John Langshaw Austin afirmó, por ejemplo, que decir que un enunciado es verdadero no añade nada al enunciado excepto una promesa por parte del que habla o escribe. Austin no considera la verdad como una cualidad o propiedad de los enunciados o elocuciones.
Epistemología versus filosofía de la ciencia
La epistemología, entendida como teoría del conocimiento, ha existido prácticamente siempre a lo largo de toda la historia del pensamiento y, desde ella, se han planteado distintas cuestiones relativas a la naturaleza del conocimiento científico. Y, así, hallamos cuestiones sobre el saber o la naturaleza de la ciencia en la filosofía griega, en especial en Aristóteles; en la filosofía medieval, sobre todo entre los escolásticos G. Grosseteste, R. Bacon y Guillermo de Occam; y en el período moderno, principalmente con ocasión de la aparición de la nueva ciencia, con F. Bacon, Descartes, Newton, Locke, Hume. Kant suele considerarse como el principal punto de inflexión, del que dependerá buena parte de la posterior reflexión sobre la ciencia (a él se atribuye la demarcación o distinción entre filosofía y ciencia, tal como se la entiende en la actualidad, al hacer de la «teoría del conocimiento» el meollo de la filosofía, pasando así ésta a ser el «fundamento» de la ciencia).

La filosofía de la ciencia, en cambio, se enfrenta con el problema de la naturaleza de la ciencia y de los problemas filosóficos que ésta plantea, de una manera que podemos llamar institucionalizada y directa, desde finales del siglo XIX y, sobre todo, a partir del primer tercio del siglo XX, cuando comienza la corriente filosófica denominada «positivismo lógico» protagonizada por el Círculo de Viena y, paralelamente, se asiste a un desarrollo creciente y muy importante de la física teórica (teoría de la relatividad especial y teoría de los quanta). La nueva física no resultaba compatible con las posiciones filosóficas tradicionales sobre la ciencia. Hasta este momento, la física de Newton se contemplaba como un ejemplo ya contrastado de la solidez del empirismo y del inductivismo. Sin embargo, las nuevas teorías físicas de la relatividad especial y la de los quanta vinieron a demostrar que las teorías de Newton no eran más que una buena aproximación a la realidad, pero que, en definitiva, contenían resultados y previsiones inexactos (por ejemplo, cuando se aplica a cuerpos en movimiento a grandes velocidades o al mundo subatómico). La nueva filosofía de la ciencia creyó mejor acercarse de nuevo a la postura de Hume, que defendía para las afirmaciones científicas sólo un valor de probabilidad y, a la vez, criticaba la confianza que la mente humana ponía en la inducción. Si las teorías científicas no podían justificarse simplemente con el recurso a la inducción y a la observación empírica, eran necesarios nuevos planteamientos. Con independencia de estas exigencias, cabe destacar los intentos de renovación, hechos por el neokantismo, de una filosofía de la ciencia inspirada en Kant por obra sobre todo de Ernst Cassirer, que defendía, en sustancia, la importancia y el significado de elementos a priori en la ciencia. A esta corriente se opuso, inicialmente, el positivismo de Ernst Mach, para quien la ciencia no era más que una reflexión sobre hechos recibidos a través de la sensación, y luego el conjunto de tesis sostenidas por el llamado Círculo de Viena, que recibieron, globalmente, el nombre de «empirismo lógico» y «positivismo lógico». El empirismo lógico del Círculo de Viena mantiene tanto el valor del empirismo y el inductivismo como la función de las matemáticas y la lógica en el seno de las teorías científicas. De este Círculo surgió la que ha sido denominada Concepción Heredada de la ciencia (CH), cuyo autor más representativo es Carnap.

La CH daba una imagen de la ciencia basada en los siguientes principios:
1) la ciencia es realista (pretende describir el mundo real), existe un criterio definido para diferenciarla de lo que no lo es (demarcación), es acumulativa, de modo que, aun existiendo errores, los conocimientos avanzan y se edifican unos sobre otros y, además, es una (no hay más que una sola ciencia que habla desde diversos aspectos del mundo real);
2) en ella hay que distinguir claramente lo que es observación y lo que es teoría, pero a la vez los términos teóricos deben definirse en términos experimentales o de observación (mediante reglas de correspondencia), siendo ésta, la observación junto con la experimentación, lo que fundamenta y justifica las hipótesis y las teorías;
3) éstas poseen una estructura deductiva (se conciben como sistemas axiomáticos) y se aceptan, rechazan o corrigen de acuerdo con procedimientos de verificación o confirmación, que básicamente consisten en la contrastación de afirmaciones sobre hechos o consecuencias que se deducen de las hipótesis;
4) los términos con que se expresan las teorías (lógicos y matemáticos, teóricos y observacionales) se definen todos cuidadosamente, de modo que todo término esté definido con precisión, y los términos teóricos sean sólo «abreviaturas» de fenómenos observados, con los que se corresponden según una determinada y cuidadosa «interpretación».
           
En estas teorías, finalmente, hay que distinguir un contexto de justificación y un contexto de descubrimiento, lo que permite considerarlas ya sea sincrónicamente, atendiendo a la fundamentación lógica del resultado científico, ya sea diacrónicamente, atendiendo a los aspectos psicológicos e históricos que han llevado al resultado científico o a la teoría.

Una importancia creciente otorgada al aspecto histórico, junto con un creciente interés y un notable avance en los estudios sobre historia de la ciencia, dio origen a una manera de entender la filosofía de la ciencia, que se caracteriza por considerar que las teorías son resultados de un contexto social, cultural e histórico (contexto de descubrimiento). En esta nueva filosofía de la ciencia, destacan las aportaciones teóricas de Thomas Kuhn, N.R. Hanson, P. Achinstein, Stephen Toulmin e Imre Lakatos. Todos ellos basan sus reflexiones de segundo orden sobre la ciencia en estudios de historia de la ciencia, ajenos o propios. De ellos surge una nueva imagen de la ciencia, cuyas características básicas -más o menos comúnmente compartidas por todos ellos-, suponen:

1) adoptar las ideas de ciencia normal y de revolución en la ciencia, siendo la primera -según expone Kuhn en su Estructura de las revoluciones científicas (1962)- una actividad que intenta «resolver enigmas» dentro de un «paradigma» compartido por la comunidad científica, y la segunda un período de crisis, durante el cual se sustituye un paradigma antiguo por otro nuevo;

 2) proceder mediante crisis o revoluciones, con lo que la ciencia no es acumulativa (los problemas nuevos pueden no tener nada que ver con los antiguos o éstos pueden quedar olvidados)

3) atribuir a los diversos cuerpos de conocimiento pertenecientes a diversos períodos la característica de la inconmensurabilidad, lo cual implica que sea difícil o imposible compararlos entre sí;

4) adoptar también cierta postura crítica en lo referente al contexto de justificación, sobre todo en lo tocante al modelo nomológico-deductivo de explicación científica.

Se ha interpretado que esta nueva filosofía de la ciencia, prácticamente iniciada por Kuhn, ha sido como una «rebelión contra el neopositivismo», al entender la ciencia más bien como un proceso dinámico real que tiene aspectos históricos y sociológicos, cuyo sujeto es la comunidad de investigadores (contexto de descubrimiento), y no como una mera construcción lógica de fundamentación y justificación del pensamiento científico (contexto de justificación). En el distanciamiento de la epistemología respecto de las posturas mantenidas por el neopositivismo lógico, ocupan un lugar importante las críticas que Karl R. Popper dirige al positivismo lógico en su Lógica de la investigación científica (1934, 1959), sobre todo en lo tocante al principio de verificación y el enfoque inductivista general de la ciencia.       Las nuevas tendencias epistemológicas provenientes de la sociología del conocimiento y de las ciencias cognitivas añaden nuevos argumentos a la relevancia de cualquier contexto (no sólo los de descubrimiento y justificación), iniciada por el enfoque histórico de la filosofía de la ciencia.   Por otro lado, dentro de una tradición analítica de la filosofía de la ciencia, aunque en contraposición a la concepción heredada, la concepción estructural de la ciencia (de Patrick Suppes, J. Sneed, W. Stegmüller, U. Moulines y otros) representa también una postura integradora de ambos contextos: tiene en cuenta los aspectos pragmáticos de las teorías y la presencia de la comunidad científica, sostiene básicamente que las teorías científicas son estructuras complejas (idea ya mantenida por Kuhn) y, ante las dificultades de considerar las teorías como cálculos formales, intenta una axiomatización informal de las mismas. Emparentada con esta última orientación, se halla la concepción semántica de la ciencia (propuesta sobre todo por Frederick Suppe, Van Fraassen y Ronald Giere, siguiendo los estudios iniciales de E. B. Beth) que, además de considerar a las teorías científicas como estructuras, las considera asimismo como conjuntos de modelos, que al menos en parte representan fenómenos observables. A mediados de los años sesenta, se añaden tres alternativas a la concepción heredada de la ciencia, debidas a la discusión entre partidarios de Popper y seguidores de Kuhn, y a las variaciones que introducen en las posturas iniciales de estos autores.

1-      Imre Lakatos introduce el término de «programa de investigación» -una reelaboración de la noción de paradigma de Kuhn- y destaca asimismo la dimensión social de la ciencia.
2-      Paul K. Feyerabend, que inicialmente había colaborado con Popper, adopta un punto de vista anárquico y provocador en su manera de entender la ciencia, criticando sobre todo la asunción de un determinado método científico.
3-      Larrry Laudan considera aún rígidos los criterios de Kuhn y Lakatos y no muy adecuados los de Popper, e introduce, como remedio, la teoría de las «tradiciones de investigación».

Entre los autores pertenecientes al ámbito de la sociología del conocimiento se ha puesto de relieve el aspecto dinámico de la ciencia, hasta el punto de no considerarla más que un constructo social, perspectiva que suele rechazar la mayoría de estudiosos de filosofía de la ciencia.

Para Aristóteles, que rechaza las ideas o formas platónicas, es ciencia o conocimiento de lo necesario (por sus causas) o de lo que no es posible que sea de otro modo, o sea, de lo universal, y coincide con la ciencia demostrativa. Por esto, de los primeros principios no hay propiamente conocimiento o ciencia, puesto que sólo pueden ser intuidos (conocidos por nous), pero ellos son el fundamento de la ciencia. El conocimiento, según Aristóteles, se divide en especulativo o contemplativo (episteme theoretiké), propio de la ciencia y la teoría, práctico (episteme praktiké), propio de la actividad humana ética y política, y productivo (episteme poietiké), propio de la técnica y el arte. Estas características de necesidad estricta y universalidad absoluta serán, en Kant, las notas del conocimiento a priori.

Para Michel Foucault, episteme es la «estructura epistémica», que él define como «conjunto de relaciones que existen en una determinada época entre las diversas ciencias», o «diversos discursos», y que constituyen como el entramado o el suelo que hace posible las diversas ideas de una época. Se trata de un entramado inconsciente, o de una estructura oculta, que se refleja en los diferentes discursos o ámbitos científicos, y la ciencia que los estudia recibe el nombre de «arqueología del saber». Ésta muestra que dichas epistemes son discontinuas a lo largo de la historia, por lo que no existe una verdadera historia (continua) de las ideas. En la cultura occidental, tres son las epistemes fundamentales: la del Renacimiento, la de los siglos XVII y XVIII y la que corresponde al s. XX.


Diánoia es el compuesto por la preposición diá, que indica separación y nóos, o nous: razón, entendimiento, y designa el conocimiento discursivo o razonador del hombre que deriva conclusiones necesarias a partir de premisas. En cuanto que designa la razón discursiva, este término mantiene una cierta oposición a la noción de (nous), que es la facultad superior que permite la intuición de los primeros principios. En este sentido este término ya fue utilizado por Demócrito. También Platón considera (en la metáfora de la línea) que mientras la diánoia tiene por objeto los entes matemáticos, la noesis tiene como objeto de estudio las ideas. Ambas (la diánoia y la noesis) forman el verdadero conocimiento o epistéme y se distinguen de la pístis (fe) y la eikasía (suposición), que forman la doxa. En Aristóteles, se opone a la aísthesis (sensación), y designa el conocimiento discursivo basado en causas y principios, que es el auténtico conocimiento y el fundamento del saber verdadero. A su vez, y en base a la distinción entre las distintas partes del alma, Aristóteles repite esta oposición entre diánoia y aísthesis, atribuye las virtudes dianoéticas a la parte intelectiva del alma y las distingue de las virtudes éticas que se relacionan con la sensibilidad.


El término dianoético designa lo que es intelectual. En la actualidad, este término se utiliza especialmente para referirse a aquellas virtudes (las virtudes dianoéticas) que, según Aristóteles, se refieren a la parte intelectual o pensante del alma (Ética a Nicómaco, 1139 b). Aristóteles distingue cinco virtudes dianoéticas:

arte (tekhné),
ciencia (epistéme),
prudencia (phrónesis),
sabiduría (sophía)
y entendimiento (nous).

Se distinguen de las virtudes éticas, que son aquellas que pertenecen al alma, pero que, incluso sin concurso de la razón, pueden obedecerla (Ética a Nicómaco, 1102 b).

El término epistemología, que empieza a generalizarse a finales del s. XIX, sustituyendo al más antiguo de teoría del conocimiento y, luego, al de gnoseología, presenta cierta ambigüedad, por lo que no siempre se usa con idéntico sentido. Cuando se le atribuye un significado tradicional y clásico, se refiere al estudio crítico de las condiciones de posibilidad del conocimiento en general, ocupándose de responder a preguntas como: ¿Qué podemos conocer?, o ¿cómo sabemos que lo que creemos acerca del mundo es verdadero? En este caso, su objeto de estudio coincide con el de la teoría del conocimiento. Pero asimismo -más bien recientemente- se le atribuye la función de ocuparse de la ciencia y del conocimiento científico, como objeto propio de estudio, por lo que se identifica con lo que, sobre todo en países de influencia anglosajona, se llama más adecuadamente «filosofía de la ciencia» (inicialmente entendida como «metodología de la ciencia» o «lógica de la ciencia»; ver cita). La tradición francesa tiende a diferenciar entre una reflexión genérica sobre la ciencia (filosofía de la ciencia) y el estudio histórico y crítico de las ciencias, sus principios, sus métodos y sus resultados (epistemología). Mario Bunge, epistemólogo argentino que reside en el Canadá, usa indiferentemente «epistemología» o «filosofía de la ciencia» y, en la práctica, éste es, entre nosotros, el uso común.

La epistemología genética

Tal como la define su fundador, Jean Piaget (1896-1980), es una teoría del desarrollo del conocimiento, que «trata de descubrir las raíces de los distintos tipos de conocimiento desde sus formas más elementales  y seguir su desarrollo en los niveles ulteriores, inclusive hasta el pensamiento científico». Piaget parte de la convicción de que el conocimiento es una construcción continua, y de que la inteligencia no es más que una adaptación del organismo al medio, a la vez que el resultado de un equilibrio entre  las acciones del organismo sobre el medio y de éste sobre el organismo. De aquí que el núcleo central de la epistemología genética consista en una explicación del desarrollo de la inteligencia como  un  proceso según fases o génesis, cada una de las cuales representa  un estadio del equilibrio que se produce entre el organismo y el medio, a través de determinados mecanismos de interrelación, como son la asimilación y la acomodación, a la vez que un momento o fase de adaptación del organismo al medio. Estas diversas fases de equilibrio se caracterizan como estructuras,  porque organizan o estructuran la conducta del organismo en el trayecto de su adaptación.
Para explicar el origen del conocimiento, se han dado tradicionalmente  dos explicaciones:

1-la empirista y
2-la apriorista o innatista.

Según la primera,  el conocimiento proviene de fuera del organismo humano y el sujeto aprende a recibirlo más o menos pasivamente; según la segunda, el conocimiento  es una imposición de estructuras internas del sujeto sobre los objetos. A la primera Piaget la ha llamado «génesis sin estructuras» y a la segunda, «estructuras sin génesis». Frente a estas dos soluciones históricas, Piaget sostiene la postura propia de que no hay estructuras que no provengan de otras estructuras, esto es sin génesis,  y de que toda génesis, o desarrollo, requiere una estructura previa. A su entender, el origen del conocimiento no se explica suficientemente ni a partir de los objetos ni de los sujetos, ya constituidos e independientes los unos de los otros; sino de ambos, y precisamente a partir de una casi total indiferenciación (de sujeto y objeto) al comienzo de la vida del niño. Al nacer, el niño no tiene conciencia de sí mismo ni se percibe como sujeto ni percibe las cosas como objetos; no hay, al comienzo, diferenciación entre sujeto y objeto. Uno y otro serán resultado de una interacción mutua, que se logra a través de la acción o actuación del sujeto sobre los objetos y  de éstos sobre aquél. Puede decirse, según Piaget, que el pensamiento tiene su origen en las operaciones del sujeto (operacionismo). En ese  intercambio mutuo consiste exactamente el proceso adaptativo biológico, que, en el aspecto psicológico, no es otra cosa que el desarrollo progresivo de la inteligencia. La adaptación  consiste en la sucesiva conformación de estructuras cognoscitivas, que son precisamente  sucesivas organizaciones de maneras de actuar el sujeto. Los mecanismos de transformación de estas estructuras sucesivas  son la asimilación y la acomodación.  Asimilación es la acción del organismo sobre los objetos a los que modifica, mientras que la acomodación es la modificación del sujeto causada por los objetos. Lo que se modifica son precisamente los esquemas de acción. Un esquema es una manera constante de actuar, que supone una organización de la inteligencia. Los esquemas propios de la acción de prensión de los niños pequeños suponen cierto grado de inteligencia, en cuanto el niño no sólo sabe coger una cosa determinada sino todas las parecidas, y sabe  resolver, por tanto, los problemas de la prensión. La inteligencia, para Piaget, igual que el instinto, no es más que una extensión adaptativa del órgano, mediante el cual se regulan las relaciones con el medio. De ahí que pueda hablarse de las bases biológicas de la epistemología genética. En el desarrollo del conjunto de estos esquemas de comportamiento, Piaget distingue dos grandes fases:

1- la de la inteligencia sensoriomotriz y
2- la de la inteligencia conceptual.

1- El desarrollo de la inteligencia sensoriomotriz tiene lugar desde el nacimiento hasta los 18/24 meses. A partir de la modificación de los  reflejos  innatos de la succión y de la prensión, el niño empieza a desarrollar su inteligencia, práctica y manipulativa (sensoriomotriz), que consiste fundamentalmente en una diferenciación entre él y el mundo o los objetos: los objetos externos se hacen independientes y estables y el niño puede actuar sobre ellos,  y éstos a la vez producen una acomodación en el niño, que consiste en la producción de nuevos esquemas de acción con los que actúa sobre los objetos de manera más coordinada. Las principales adquisiciones de la inteligencia en este período son: la aparición de objetos permanentes, la del espacio, la de la sucesión temporal  de los acontecimientos y cierta relación de causalidad.

 2- La segunda fase importante, la aparición de la inteligencia conceptual, se realiza en diversas etapas: tras la aparición del lenguaje, o de la función simbólica que lo hace posible (18/24 meses) y hasta más o menos los 4 años, se desarrolla el pensamiento simbólico y preconceptual; desde los 4 a los 7/8 años, aproximadamente, aparece el pensamiento intuitivo y  preoperativo; de los 7/8 años a los 11/12 se extiende el período de las operaciones concretas, u operaciones mentales sobre cosas que se manipulan o perciben; a los 11/12 años, más o menos, y a lo largo de la adolescencia, aparece  el período de las operaciones formales, que constituye la inteligencia reflexiva propiamente dicha.

La adquisición del lenguaje, a finales del segundo año, y de la función simbólica en general, suponen un desarrollo extraordinario de la inteligencia; a partir de este momento, la capacidad de actuar sobre los objetos de una manera organizada se va interiorizando y se desprende de la necesidad de estar vinculada a la manipulación directa de cosas concretas, que es de donde parten los inicios de la inteligencia. La inteligencia es operativa porque es una prolongación de las acciones del sujeto sobre las cosas, pero las fases de su desarrollo imponen que esta acción u operación se  interiorice cada vez más; la capacidad simbólica del niño  facilita esta interiorización, porque permite operar no con cosas materiales, sino con representaciones de las cosas materiales. Tras una fase excesivamente ligada aún a la manipulación directa de objetos y en la que el niño sólo es capaz de preconceptos y razonamientos basados simplemente en la analogía, y no en la deducción (de los 4 a los 7/8 años),  aparece   el denominado pensamiento operacional u operativo: la acción es un pensamiento, que  ya no es meramente intuición y se convierte en «operación», y esto sucede cuando las acciones se convierten en transformaciones reversibles; la reversibilidad  es la característica de  la inteligencia operatoria, y sobre ella se fundan las estructuras lógicas  elementales, que se desarrollan en este período. Se añade a estas formas de pensar básicas, la adquisición de la idea de conservación de la sustancia de las cosas y el peso. El desarrollo intelectual no está todavía completo: se ha liberado de la percepción inmediata de los objetos, pero permanece aún ligado a ellos, porque opera con cosas concretas. Un niño de esta edad no sabe responder a un problema que se formule de la siguiente manera: «Edith tiene los cabellos más oscuros  que Lili. Edith es más rubia que Suzanne; ¿cuál de las tres tiene los cabellos más oscuros?» El desarrollo de la inteligencia se completa con la etapa de las operaciones formales, que tiene lugar hacia los 11/12 años. En ella, el pensamiento se libera de lo material,  concreto y real para referirse a lo posible, y ver, entre las diversas posibilidades, aquéllas que se relacionan de un modo necesario. No se piensa sobre objetos, sino sobre hipótesis, en las que el contenido no se tiene en cuenta propiamente, e importa sólo la forma. Entonces, como dice Piaget, la realidad entera se hace accesible a la inteligencia,  que es el estado de equilibrio al cual tienden todas las adaptaciones, tanto en el nivel sensoriomotor como en el cognoscitivo, así  como las restantes interacciones que existen entre el organismo y el medio, a través de la asimilación y la acomodación.

Ruptura epistemológica

Según G. Bachelard, discontinuidad en el proceso del conocimiento o en el desarrollo histórico de las ciencias, que obliga a concebir el conocimiento mismo no sólo como la historia del progreso científico sino también como una sucesión de cortes o «saltos» (epistemológicos), en los que la fase posterior supone una negación, crítica o superación de los errores de la fase anterior. En el proceso del conocimiento el salto se produce en el paso del conocimiento ingenuo y ordinario al conocimiento objetivo y científico que, según Bachelard, hay que entender como una construcción racional del objeto. En la historia del cambio científico, los saltos son los cambios revolucionarios de métodos, supuestos, técnicas y contenidos que no permiten imaginar el desarrollo científico como una acumulación continuada y progresiva de conocimientos (Duhem). Así, por ejemplo, hay «ruptura epistemológica» entre la ciencia medieval y la moderna, la mecánica clásica y la teoría de la relatividad de Einstein. A las rupturas epistemológicas se vinculan los obstáculos epistemológicos. Este concepto de «ruptura» es utilizado por Althusser para criticar la interpretación humanista e historicista de Marx. La teoría de las revoluciones científicas de Kuhn se inspira igualmente en este mismo concepto. Esta idea de las rupturas o de los saltos epistemológicos, que suponen un cambio estructural y una reorientación global de la perspectiva con que se contempla un proceso psicológico o histórico, pone de manifiesto las tendencias estructuralistas de Bachelard y Althusser.

La explicación científica

Es el objetivo fundamental de toda ciencia. Las ciencias pretenden, sustancialmente y ante todo, dar explicaciones sistemáticas y bien fundamentadas del máximo número posible de regularidades naturales. Por explicación hay que entender, en principio, toda respuesta que sigue a un «¿por qué?». Como las preguntas  son ambiguas y pueden hacerse desde muchas perspectivas, los tipos de explicación que se intentan son también múltiples. Normalmente se entiende que las explicaciones se hacen recurriendo a leyes y principios y que éstos son satisfactorios. No son explicaciones satisfactorias, y no son, por tanto científicas, aquellas que recurren a la intervención de poderes o seres imaginarios; las que provienen de la llamada «filosofía popular», o de la «sabiduría popular» y las que son propias de las técnicas y saberes prácticos. Este tipo de explicación ha cumplido su propia función histórica, como antesala y preparación de la ciencia, pero ésta, asumiendo los mismos objetivos (entender y explicar el mundo) ha mejorado la manera de hacerlo (metodología científica).

Según Nagel, hay cuatro modelos fundamentales de explicación:

1. Modelo deductivo:
Según este modelo, cuya elaboración se debe principalmente  a Hempel y Oppenheim, y que adoptó la concepción  heredada de la ciencia, las explicaciones se expresan en forma de argumentos deductivos, en los que las premisas, denominadas explanans justifican  necesariamente la conclusión, que se llama explanandum.
Donde E es llamada la consecuencia lógica o explanandum, enunciado que describe el hecho igualmente explanandum; L1, L2, ... son leyes generales y C1, C2, ... enunciados que describen hechos particulares o condiciones iniciales, y  que reciben el nombre de explanans. Se llaman también explicaciones nomológico-deductivas (N-D), porque suponen que el hecho que debe explicarse queda abarcado o protegido por  una ley (de ahí que también reciban el nombre, dado por W. Dray, de modelo de ley protectora o de cobertura: Covering Law Model).

La «explicación causal» -aquella que explica mencionando la causa  de un fenómeno- se considera un caso especial de este modelo. Si se trata de explicar un hecho concreto particular y el tipo de ley general utilizado en la premisa (L1, L2,...Lr) es una ley causal, por razón de la cual las condiciones iniciales (C1, C2, ...Ck) se convierten en condiciones suficientes para que se produzca el explanandum, hablamos de modelo causal nomológico-deductivo. Todo modelo causal es nomológico-deductivo, pero no a la inversa.

Según Hempel, este modelo debe cumplir con determinadas condiciones (3 lógicas y 1 empírica):

El explanandum debe ser una consecuencia (deductiva o probabilística) del explanans;
el explanans debe contener al menos una ley general, en la que se funda la fuerza deductiva o probabilística del explanandum;
la premisa legaliforme del explanans debe cumplir con el requisito de   contrastabilidad empírica (sus enunciados han de ser contrastables);el explanans  ha de ser verdadero

2. Modelo probabilístico
Explicación propia de aquellas ciencias que recurren a hipótesis probabilísticas o estadísticas, por ejemplo, las leyes de la herencia. En este caso, las leyes  a las que podemos recurrir para explicar el problema, al ser de naturaleza probabilística o estadística, no permiten el uso de un esquema nomológico-deductivo. En aquellos casos en que la premisa que  tiene forma de ley es de carácter estadístico, la conclusión, el explanandum, no se deduce necesariamente y tiene sólo un valor de probabilidad (estadística); o lo que es lo mismo, el explanans implica al explanandum sólo con un cierto grado (por elevado que sea) de probabilidad. Se trata, por consiguiente, de un razonamiento inductivo y la clase de explicaciones que siguen este modelo se denominan explicaciones probabilísticas o inductivo-estadísticas (I-E), que gozan de probabilidad inductiva o lógica, por lo que sólo confieren verosimilitud.

Como que este modelo inductivo-nomológico admite la posibilidad de construir dos explicaciones con explanans lógicamente compatibles, cuyos explanandum resultan lógicamente incompatibles entre sí, Hempel precisó posteriormente  que una explicación de este tipo es buena sólo si muestra que su explanandum tiene una alta probabilidad de ocurrir.

3. Modelo genético
Propio de las ciencias humanas de ámbito histórico, describe la manera cómo ha evolucionado o variado a lo largo de la historia el explanandum, u objeto que debe explicarse, a partir de otro anterior. En las premisas deberá incluirse un gran número de sucesos  o hechos particulares, que resulten pertinentes con el explanandum y que mantengan con él una supuesta relación de causa y efecto. Como toda explicación, hecha según el modelo deductivo, las premisas han de incluir también alguna ley general (fuertes tendencias). Estas leyes generales serán normalmente suposiciones generales sobre relaciones causales entre sucesos.

4. Modelo funcional o teleológico
Explica su objeto propio (explanandum propio de la biología, psicología, antropología y ciencias sociales humanas) en términos de acción, función o fin (telos). Es distintivo de los sistemas a los que, de algún modo, se atribuye «finalidad», o « intencionalidad». Se caracteriza por utilizar expresiones como: «con la finalidad de...», «para que...», etc. Lo que debe explicarse (explanandum), en una explicación de tipo funcional, es una acción, según aquella expresión: «la función de x es hacer y» (la función del corazón es bombear la sangre en el organismo). Se suele distinguir entre explicación funcional  y explicación teleológica.

La explicación funcional considera hechos generales del mundo animal que se refieren a la acción de una parte con miras al funcionamiento del todo, mientras que la explicación teleológica trata de hechos particulares de individuos dotados de la conciencia de fin (finalidad  propia) o de conductas «activiformes» (que parecen tender a un fin). Una y otra suelen oponerse a las explicaciones causales. 

La falsabilidad

El criterio de demarcación es la respuesta que los componentes del Círculo de Viena dan al problema de la demarcación, que es la norma para distinguir entre enunciados con sentido y enunciados sin sentido. Para muchos autores neopositivistas, el criterio es la verificabilidad de los enunciados. Según Popper, la norma para distinguir los enunciados de la ciencia de los enunciados que hacen las pseudociencias o lo que no es ciencia, es la falsabilidad. Este criterio permite admitir la existencia de enunciados no científicos, pero no carentes de sentido; por ejemplo, los de la metafísica.

La falsabilidad es el criterio de demarcación con que, según Karl R. Popper, es posible distinguir las teorías, hipótesis y enunciados científicos o empíricos de los que no lo son. Según este  criterio, una teoría o una hipótesis son científicas si pueden ser falsadas o refutadas por los hechos. Un enunciado en general resulta refutado por la experiencia si entra en contradicción con los hechos. Para examinar si una teoría o una hipótesis son refutables, es necesario  referir  a  las mismas un enunciado básico observable, cuya afirmación sea lógicamente la negación de un enunciado universal (la teoría o la hipótesis). Frente a la verificabilidad que el Círculo de Viena, o el neopositivismo en general propone, Popper sostiene, basado en la asimetría entre verificación y refutación (esto es, en la propiedad de que los enunciados universales no pueden ser verificados, pero sí refutados) que lo único que positivamente puede interesar a la ciencia es el intento constante de someter a prueba sus conjeturas para eliminar todas aquellas que sean falsas.
La falsabilidad es sólo criterio del carácter científico o empírico de los enunciados, no del sentido de los enunciados; la metafísica no es ni científica ni empírica, y por tanto no falsable, pero, a diferencia de lo que sostiene el neopositivismo, sí tiene sentido.A esta propiedad se la llama también refutabilidad.

La falsación es el procedimiento metodológico para determinar si una teoría, una hipótesis o un enunciado son falsos. Una teoría o una hipótesis se considera falsada si resulta falsa una de sus consecuencias. La regla lógica que sigue la falsación es la forma válida del modus tollens:

O bien: hipótesis- predicción falsa- desconfirmación

La teoría sobre el método científico, de Popper, basada en su concepción de la ciencia como sistema de conjeturas y refutaciones, según la cual una hipótesis o teoría científica es un enunciado universal, cuya verdad no puede demostrarse, porque ninguna serie finita de observaciones -ningún procedimiento inductivo- puede establecer la confirmación de una hipótesis, pero cuya falsedad sí puede determinarse, mediante la refutación o falsación de la misma. Imre Lakatos, filósofo húngaro, seguidor de las ideas de Popper, distingue entre:

1- un falsacionismo dogmático y
2- un falsacionismo metodológico.
El primero corresponde a  la divulgación inicial que de las teorías falsacionistas de Popper hicieron algunos autores, como Ayer, Kuhn  y Nagel, y que supone la afirmación fundamental de que la ciencia no puede probar hipótesis, sino que sólo puede intentar refutarlas. Frente a ello, Lakatos se refiere al falsacionismo metodológico, del que distingue una versión ingenua, atribuible a Popper, y una versión refinada, la del propio Lakatos, que admite una cierta aceptabilidad o una cierta verificabilidad de las hipótesis.

El método científico es una manera regulada, ordenada y sistemática de proceder en la práctica de la actividad científica. Si se trata de ciencias formales, el método consiste en el razonamiento y la demostración de los enunciados y, en el mejor de los casos, en su axiomatización. Pero en las ciencias empíricas, como que los enunciados se refieren a hechos, debe comprobarse si aquéllos están de acuerdo con éstos. Por ello, ya en un sentido restringido y más propio, por método científico se entiende el conjunto de procedimientos que siguen las diversas ciencias para someter a contrastación las hipótesis formuladas. Como que se tiende a creer que es irrelevante para la ciencia el modo como se obtienen las hipótesis -el llamado contexto de descubrimiento-, mientras que sí se considera importante el modo como se prueban o justifican -el denominado contexto de justificación-, se suele afirmar también que no existe una lógica o una metodología del descubrimiento, pero que sí hay una metodología o una lógica de la justificación. Quienes sostienen el inductivismo mantienen no sólo que el método se inicia con la observación y clasificación de hechos, a partir de las cuales por generalización se inducen hipótesis, sino también que éstas se someten a experimentación con miras a obtener su confirmación o su desconfirmación. Quienes defienden el deductivismo reducen el método científico a la contrastación de las hipótesis que la creatividad del científico imagina, para hallar explicación a los problemas que surgen en la actividad científica o en la vida diaria, a modo de conjeturas que se someten a pruebas rigurosas para comprobar si son falsas. La postura intermedia del abductivismo, admite que las hipótesis y las teorías científicas no sólo pueden ser desconfirmadas o refutadas, sino también aceptadas o confirmadas con la mejor de las explicaciones de que se disponga. Según el inductivismo, las hipótesis que superan las pruebas experimentales quedan confirmadas; pueden, por lo mismo, considerarse leyes inductivamente obtenidas; éstas, a su vez, se organizan en sistemas de leyes o teorías. Según el deductivismo, tal como lo plantea Popper, nunca podemos considerar las hipótesis como confirmadas y definitivas, y sólo podemos hablar de leyes y teorías corroboradas; la corroboración la adquiere una ley o una teoría a medida que va superando pruebas cada vez más rigurosas y a medida que permite predicciones más improbables. En la práctica, los pasos o momentos en que puede dividirse el método científico, siguiendo sustancialmente a M. Bunge, son esencialmente los siguientes:
1) Se parte de un cuerpo previo de conocimientos
2) Se plantea un problema
3) Se formulan hipótesis
4) Se deducen consecuencias contrastables
5) Se ponen a prueba experimentalmente estas consecuencias
6) Se valora el resultado
7) Se integran las hipótesis contrastadas en leyes, teorías y modelos

Éste es, en sustancia, el método hipotético-deductivo de la ciencia. No faltan, sin embargo, quienes, como P. Feyerabend sostienen que el método de la ciencia es no tener ningún método, o que toda investigación científica con éxito supone precisamente la inobservancia de las reglas metodológicas vigentes. Esta postura recibe el nombre de anarquismo metodológico.




Estudios de epistemología genética de Piaget

Piaget, Jean (1896-1980)
Piaget fue un psicólogo suizo nacido en Neuchâtel que, tras doctorarse en ciencias naturales en la universidad, interesado por los estudios de psicología, a los 22 años se traslada a Zurich y luego al Instituto Alfred Binet de París. Sus primeros trabajos llaman la atención de Edouard Claparède, quien, en 1921, le ofrece un cargo de codirector del Instituto J.J. Rousseau de Ginebra, para que prosiguiera las investigaciones sobre el razonamiento infantil, iniciadas poco antes en París por indicación de Simon. Publica entonces sus primeras obras, El lenguaje y el pensamiento en el niño, El juicio y el razonamiento en el niño, en las que estudia el pensamiento infantil a través del razonamiento verbal. Vuelve luego a Neuchâtel como profesor de filosofía, por cuatro años. En 1929 se instala de nuevo en Ginebra, donde enseña historia de la ciencia y psicología.
Comienza un período de trabajos preliminares sobre psicología infantil, en los que se dedica a estudiar la génesis del pensamiento de una forma empírica, basada en la observación, básicamente de sus tres hijos, y el recurso a hipótesis que somete a verificación. Resultado de estas investigaciones son El nacimiento de la inteligencia (1936), La construcción de lo real en el niño (1937) y La formación del símbolo (1945), obras en las que sostiene la tesis de que la inteligencia tiene su origen en el período infantil llamado sensoriomotor.
Las obras posteriores de Piaget se centran en estudios sobre el origen de los conceptos básicos físicos (espacio, tiempo, causalidad) y lógico-matemáticos (clase, relación, número) y las operaciones del entendimiento, con los conceptos fundamentales de la conservación de la sustancia, el peso y el volumen, y sobre todo del de reversibilidad. Aparecen así, a partir de 1957, los Estudios de epistemología genética, numerosa serie de volúmenes, que publica de manera interdisciplinar junto con otros autores, en el Centro de Epistemología Genética de Ginebra, del que fue director desde 1955. La idea fundamental de la epistemología genética es que el conocimiento, y con él la inteligencia, es un fenómeno adaptativo del organismo humano al medio, que se manifiesta como una sucesión de estructuras de conocimiento, las llamadas fases de la inteligencia, que se originan unas de otras, a partir de los reflejos innatos de succión y prensión.
Las ideas fundamentales de la psicología evolutiva de Piaget se han visto verificadas por estudios experimentales realizados en universidades de muy distintos países.
Tal como la define su fundador, Jean Piaget (1896-1980), es una teoría del desarrollo del conocimiento, que «trata de descubrir las raíces de los distintos tipos de conocimiento desde sus formas más elementales  y seguir su desarrollo en los niveles ulteriores, inclusive hasta el pensamiento científico». Piaget parte de la convicción de que el conocimiento es una construcción continua, y de que la inteligencia no es más que una adaptación del  organismo al medio, a la vez que el resultado de un equilibrio entre  las acciones del organismo sobre el medio y de éste sobre el organismo. De aquí que el núcleo central de la epistemología genética consista en una explicación del desarrollo de la inteligencia como  un  proceso según fases o génesis, cada una de las cuales representa  un estadio del equilibrio que se produce entre el organismo y el medio, a través de determinados mecanismos de interrelación, como son la asimilación y la acomodación, a la vez que un momento o fase de adaptación del organismo al medio. Estas diversas fases de equilibrio se caracterizan como estructuras,  porque organizan o estructuran la conducta del organismo en el trayecto de su adaptación.

Piaget estudia en profundidad las operaciones en los distintos períodos del desarrollo del niño:

“La psicología infantil, en los treinta últimos años, ha intentado describir el desarrollo continuo que va desde las acciones sensomotoras iniciales a las operaciones más abstractas; en este sentido, los datos conseguidos en numerosos países así como sus interpretaciones cada vez más convergentes proporcionan hoy a los educadores que quieren servirse de ellos elementos de referencia suficientemente consistentes.
En consecuencia, el punto de partida de las operaciones intelectuales hay que buscarlo ya en un primer período del desarrollo, caracterizado por las acciones y la inteligencia sensomotora. Aun no utilizando como instrumentos más que las percepciones y los movimientos, sin estar todavía capacitada para la representación o el pensamiento, esta inteligencia totalmente practica atestigua ya, en el curso de los primeros años de la existencia, un esfuerzo de comprensión de las situaciones; en efecto, esta inteligencia conduce a la construcción de esquemas de acción que servirán de subestructuras a las estructuras operatorias y nacionales ulteriores.  Ya a este nivel se observa, por ejemplo, la construcción de un esquema fundamental de conservación como es el de la permanencia de los objetos sólidos, buscados desde los 9-10 meses (después de fases esencialmente negativas a este respecto), detrás de las pantallas que los separan de todo campo perceptivo presente. Paralelamente se observa la formación de estructuras ya casi reversibles, tales como la organización de los desplazamientos y posiciones en un “grupo” caracterizado por la posibilidad de vueltas y revueltas (movilidad reversible). Asistimos a la constitución de relaciones causases ligadas primero sólo a la acción propia y, después, progresivamente, objetívadas y especializadas en relación con la construcción del objeto, el espacio y el tiempo.  La importancia de este esquematismo sensomotor para la formación de futuras generaciones se verifica por el hecho, entre otros, de que en los niños nacidos ciegos, estudiados a este respecto por Y. Hatwell, la insuficiencia de los esquemas de partida comporta un retraso de 3-4 años y más hasta la adolescencia en la construcción de las operaciones más generales, mientras que los ciegos tardíos no presentan un desfase tan considerable.
Hacia los 2 años comienza un segundo período que dura hasta los 7 u 8 años y cuya aparición se señala por la formación de la función simbólica y semiótica; ésta permite representar objetos o acontecimientos no actualmente perceptibles evocándolos por medio de símbolos o signos diferenciados: el juego simbólico, la imitación diferida, la imagen mental, el dibujo, etc. y, sobre todo, el lenguaje. De esta manera la función simbólica permite a la inteligencia sensomotora prolongarse en pensamiento; pero hay un par de circunstancias que retrasan la formación de operaciones propiamente dichas, de tal modo que durante todo este segundo período el pensamiento inteligente sigue siendo preoperatorio.
La primera de estas circunstancias se refiere a la necesidad del tiempo para interiorizar las acciones en pensamiento, puesto que es mucho más difícil representarse el desarrollo de una acción y sus resultados en términos de pensamiento que limitarse a una ejecución material; por ejemplo: imprimir mentalmente una rotación a un cuadrado representándose en cada 900 la posición de los lados distintamente coloreados es muy diferente que dar materialmente la vuelta al cuadrado y constatar los efectos. Así es que la interiorización de las acciones supone su reconstrucción en un nuevo plano, y esta reconstrucción puede pasar por las mismas fases, pero con desplazamiento mucho mayor que la reconstrucción anterior de la misma acción.
En segundo lugar, esta reconstrucción supone una descentralización continua mucho mayor que al nivel sensomotor. Ya durante los dos primeros años de desarrollo (período sensomotor) el niño se ve obligado a realizar una especie de revolución copernicana en pequeño: mientras que en un principio atrae todo hacia sí y hacia su propio cuerpo, acaba por construir un universo espacio-temporal y causal tal que su cuerpo no es considerado ya más que como un objeto entre otros en una inmensa red de relaciones que lo superan.
En el plano de las reconstrucciones del pensamiento ocurre lo mismo, pero en mayor escala y con una dificultad más: se trata de situarse en relación al conjunto de las cosas, pero también en relación al conjunto de las personas, lo que supone una descentralización relacionar y social a la vez y, por tanto, un paso del egocentrismo a las dos formas de coordinación que son el origen de la reversibilidad operatoria (inversiones y reciprocidades).
Sin operaciones el niño no llega, en el curso de este segundo período, a constituir las nociones más elementales de conservación, condiciones de la deductibilidad lógica. Así se imagina que una decena de fichas alineadas suman un número mayor cuando están separadas; que una colección dividida en dos aumenta en cantidad en relación al todo inicial; que una línea recta, una vez quebrada, representa un camino más largo; que la distancia entre, A y B no es necesariamente la misma que entre B y A (sobre todo, en pendiente); que la cantidad de liquido que hay en un vaso A crece si se echa el líquido en un vaso B más delgado, etc.
Hacia los 7-8 años comienza un tercer período en que estos problemas y muchos otros son fácilmente resueltos por las interiorizaciones, coordinaciones y descentralizaciones crecientes que conducen a la forma general de equilibrio que constituye la reversibilidad operatoria (inversiones y reciprocidades). En otros términos, asistimos a la formación de operaciones: reuniones y disociaciones de clases, origen de la clasificación; encadenamiento de relaciones A < B < C... origen de la seriación; correspondencias, origen de las tablas con doble entrada, etc.; síntesis de las inclusiones de clases y del orden serial, lo que da lugar a los números; separaciones espaciales y desplazamientos ordenados, de donde surge su síntesis que es la medida, etc.
Sin embargo, estas múltiples operaciones nacientes sólo cubren aún un campo doblemente limitado. Por una parte, sólo se refieren a objetos y no a hipótesis enunciadas verbalmente bajo forma de proposiciones (de aquí la inutilidad de los discursos en las primeras clases de la enseñanza primaria y la necesidad de una enseñanza concreta). Por otra parte, todavía proceden poco a poco, en oposición a las futuras operaciones combinatorias y proporcionales cuya movilidad es muy superior. Estas dos limitaciones tienen un cierto interés y muestran en qué sentido las operaciones iniciales, a las que se llama “concretas”, están aún próximas a la acción de la que se derivan, pues las reuniones, seriaciones, correspondencias, etc., ejecutadas en forma de acciones materiales, presentan efectivamente estas dos clases de caracteres.
Finalmente, hacia los 11-12 años aparece un cuarto y último período cuyo techo de equilibrio está situado al nivel de la adolescencia. Su característica general es la conquista de un nuevo modo de razonamiento que no se refiere ya sólo a objetos o realidades directamente representables, sino también a “hipótesis”, es decir, a proposiciones de las que se pueden extraer las necesarias consecuencias, sin decidir sobre su verdad o falsedad, antes de haber examinarlo el resultado de estas aplicaciones. Asistimos a la formación de nuevas operaciones llamadas “proposicionales”, en vez de operaciones concretas: implicaciones (c<si... entonces...”), disyunciones “(o... o.. “), incompatibilidades, conjunciones, etc. Y estas operaciones) presentan dos nuevas características fundamentales. En primer lugar, implican una combinatoria, lo que no es lo mismo que los “grupos” de clases y relaciones del nivel precedente; combinatoria que se aplica le entrada tanto a los objetos o a los factores físicos como a las ideas y las proposiciones. En segundo lugar, cada operación proporcional corresponde a una inversa y una recíproca, de tal manera que estas dos formas de reversibilidad hasta ahora disociadas (la inversión para las clases y la reciprocidad para las relaciones) se reúnen en un sistema conjunto que presenta la forma de un grupo de cuatro transformaciones.” 
Piaget, J. "Psicología y pedagogía"





Para explicar el origen del conocimiento, se han dado tradicionalmente  dos explicaciones: la empirista y la apriorista o innatista. Según la primera,  el conocimiento proviene de fuera del organismo humano y el sujeto aprende a recibirlo más o menos pasivamente; según la segunda, el conocimiento  es una imposición de estructuras internas del sujeto sobre los objetos. A la primera Piaget la ha llamado «génesis sin estructuras» y a la segunda, «estructuras sin génesis». Frente a estas dos soluciones históricas, Piaget sostiene la postura propia de que no hay estructuras que no provengan de otras estructuras, esto es sin génesis,  y de que toda génesis, o desarrollo, requiere una estructura previa. A su entender, el origen del conocimiento no se explica suficientemente ni a partir de los objetos ni de los sujetos, ya constituidos e independientes los unos de los otros; sino de ambos, y precisamente a partir de una casi total indiferenciación (de sujeto y objeto) al comienzo de la vida del niño. Al nacer, el niño no tiene conciencia de sí mismo ni se percibe como sujeto ni percibe las cosas como objetos; no hay, al comienzo, diferenciación entre sujeto y objeto. Uno y otro serán resultado de una interacción mutua, que se logra a través de la acción o actuación del sujeto sobre los objetos y  de éstos sobre aquél. Puede decirse, según Piaget, que el pensamiento tiene su origen en las operaciones del sujeto (operacionismo). En ese  intercambio mutuo consiste exactamente el proceso adaptativo biológico, que, en el aspecto psicológico, no es otra cosa que el desarrollo progresivo de la inteligencia. La adaptación  consiste en la sucesiva conformación de estructuras cognoscitivas, que son precisamente  sucesivas organizaciones de maneras de actuar el sujeto. Los mecanismos de transformación de estas estructuras sucesivas  son la asimilación y la acomodación.  Asimilación es la acción del organismo sobre los objetos a los que modifica, mientras que la acomodación es la modificación del sujeto causada por los objetos. Lo que se modifica son precisamente los esquemas de acción. Un esquema es una manera constante de actuar, que supone una organización de la inteligencia. Los esquemas propios de la acción de prensión de los niños pequeños suponen cierto grado de inteligencia, en cuanto el niño no sólo sabe coger una cosa determinada sino todas las parecidas, y sabe  resolver, por tanto, los problemas de la prensión. La inteligencia, para Piaget, igual que el instinto, no es más que una extensión adaptativa del órgano, mediante el cual se regulan las relaciones con el medio. De ahí que pueda hablarse de las bases biológicas de la epistemología genética.         
  En el desarrollo del conjunto de estos esquemas de comportamiento, Piaget distingue dos grandes fases: la de la inteligencia sensoriomotriz y la de la inteligencia conceptual. El desarrollo de la inteligencia sensoriomotriz tiene lugar desde el nacimiento hasta los 18/24 meses. A partir de la modificación de los  reflejos  innatos de la succión y de la prensión, el niño empieza a desarrollar su inteligencia, práctica y manipulativa (sensoriomotriz), que consiste fundamentalmente en una diferenciación entre él y el mundo o los objetos: los objetos externos se hacen independientes y estables y el niño puede actuar sobre ellos,  y éstos a la vez producen una acomodación en el niño, que consiste en la producción de nuevos esquemas de acción con los que actúa sobre los objetos de manera más coordinada. Las principales adquisiciones de la inteligencia en este período son: la aparición de objetos permanentes, la del espacio, la de la sucesión temporal  de los acontecimientos y cierta relación de causalidad. La segunda  fase importante, la aparición de la inteligencia conceptual, se realiza en diversas etapas: tras la aparición del lenguaje, o de la función simbólica que lo hace posible (18/24 meses) y hasta más o menos los 4 años, se desarrolla el pensamiento simbólico y preconceptual; desde los 4 a los 7/8 años, aproximadamente, aparece el pensamiento intuitivo y  preoperativo; de los 7/8 años a los 11/12 se extiende el período de las operaciones concretas, u operaciones mentales sobre cosas que se manipulan o perciben; a los 11/12 años, más o menos, y a lo largo de la adolescencia, aparece  el período de las operaciones formales, que constituye la inteligencia reflexiva propiamente dicha.
La adquisición del lenguaje, a finales del segundo año, y de la función simbólica en general, suponen un desarrollo extraordinario de la inteligencia; a partir de este momento, la capacidad de actuar sobre los objetos de una manera organizada se va interiorizando y se desprende de la necesidad de estar vinculada a la manipulación directa de cosas concretas, que es de donde parten los inicios de la inteligencia. La inteligencia es operativa porque es una prolongación de las acciones del sujeto sobre las cosas, pero las fases de su desarrollo imponen que esta acción u operación se  interiorice cada vez más; la capacidad simbólica del niño  facilita esta interiorización, porque permite operar no con cosas materiales, sino con representaciones de las cosas materiales. Tras una fase excesivamente ligada aún a la manipulación directa de objetos y en la que el niño sólo es capaz de preconceptos y razonamientos basados simplemente en la analogía, y no en la deducción (de los 4 a los 7/8 años),  aparece   el denominado pensamiento operacional u operativo: la acción es un pensamiento, que  ya no es meramente intuición y se convierte en «operación», y esto sucede cuando las acciones se convierten en transformaciones reversibles; la reversibilidad  es la característica de  la inteligencia operatoria y sobre ella se fundan las estructuras lógicas  elementales, que se desarrollan en este período. Se añade a estas formas de pensar básicas, la adquisición de la idea de conservación de la sustancia de las cosas y el peso. El desarrollo intelectual no está todavía completo: se ha liberado de la percepción inmediata de los objetos, pero permanece aún ligado a ellos, porque opera con cosas concretas. Un niño de esta edad no sabe responder a un problema que se formule de la siguiente manera: «Edith tiene los cabellos más oscuros  que Lili. Edith es más rubia que Suzanne; ¿cuál de las tres tiene los cabellos más oscuros?» El desarrollo de la inteligencia se completa con la etapa de las operaciones formales, que tiene lugar hacia los 11/12 años. En ella, el pensamiento se libera de lo material, concreto y real para referirse a lo posible, y ver, entre las diversas posibilidades, aquéllas que se relacionan de un modo necesario. No se piensa sobre objetos, sino sobre hipótesis, en las que el contenido no se tiene en cuenta propiamente, e importa sólo la forma. Entonces, como dice Piaget, la realidad entera se hace accesible a la inteligencia,  que es el estado de equilibrio al cual tienden todas las adaptaciones, tanto en el nivel sensoriomotor como en el cognoscitivo, así  como las restantes interacciones que existen entre el organismo y el medio, a través de la asimilación y la acomodación.
Jean Piaget en “la inteligencia sensoriomotriz” describe:
El período que va del nacimiento a la adquisición del lenguaje está marcado por un desarrollo mental extraordinario. Se ignora a veces su importancia, ya que no va acompañado de palabras que permitan seguir paso a paso el progreso de la inteligencia y de los sentimientos, como ocurrirá más tarde. No por ello es menos decisivo para toda la evolución psíquica ulterior: consiste nada menos que en una conquista, a través de las percepciones y los movimientos, de todo el universo práctico que rodea al niño pequeño. Ahora bien, esta «asimilación sensoriomotriz» del mundo exterior inmediato, sufre, en dieciocho meses o dos años, toda una revolución copernicana en pequeña escala: mientras que al comienzo de este desarrollo el recién nacido lo refiere todo a sí mismo, o, más concretamente, a su propio cuerpo, al final, es decir, cuando se inician el lenguaje y el pensamiento, se sitúa ya prácticamente como un elemento o un cuerpo entre los demás, en un universo que ha construido poco a poco y que ahora siente ya como algo exterior a él. Vamos a describir paso a paso las etapas de esta revolución copernicana, en su doble aspecto de inteligencia y de vida afectiva nacientes.
Desde el primero de estos puntos de vista, pueden distinguirse, como ya hemos hecho más arriba, tres estadios entre el nacimiento y el final de este período: el de los reflejos, el de la organización de las percepciones y hábitos y el de la inteligencia sensoriomotriz propiamente dicha. En el momento del nacimiento, la vida mental se reduce al ejercicio de aparatos reflejos, es decir, de coordinaciones sensoriales y motrices montadas de forma absolutamente hereditaria que corresponden a tendencias instintivas tales como la nutrición. Contentémonos con hacer notar, a este respecto, que estos reflejos, en la medida en que interesan a conductas que habrán de desempeñar un papel en el desarrollo psíquico ulterior, no tienen nada de esa pasividad mecánica que cabría atribuirles, sino que manifiestan desde el principio una auténtica actividad, que prueba precisamente la existencia de una asimilación sensoriomotriz precoz. En primer lugar, los reflejos de succión se afinan con el ejercicio: un recién nacido mama mejor al cabo de una o dos semanas que al principio. Luego, conducen a discriminaciones o reconocimientos prácticos fáciles de descubrir. Finalmente y sobre todo, dan lugar a una especie de generalización de su actividad: el lactante no se contenta con chupar cuando mama, sino que chupa también en el vacío, se chupa los dedos cuando los encuentra, después, cualquier objeto que fortuitamente se le presente y, finalmente, coordina el movimiento de los brazos con la succión hasta llevarse sistemáticamente, a veces desde el segundo mes, el pulgar a la boca. En una palabra, asimila una parte de su universo a la succión, hasta el punto de que su comportamiento inicial podría expresarse diciendo que, para él, el mundo es esencialmente una realidad susceptible de ser chupada. Es cierto que, rápidamente, ese mismo universo habrá de convertirse en una realidad susceptible de ser mirada, escuchada y, cuando los propios movimientos lo permitan, sacudida. Pero estos diversos ejercicios reflejos, que son como el anuncio de la asimilación mental, habrán de complicarse muy pronto al integrarse en hábitos y percepciones organizadas, es decir, que constituyen el punto de partida de nuevas conductas, adquiridas con ayuda de la experiencia. La succión sistemática del pulgar pertenece ya a ese segundo estadio, al igual que los gestos de volver la cabeza en dirección a un ruido, o de seguir un objeto en movimiento, etc. Desde el punto de vista perceptivo, se observa, desde que el niño empieza a sonreír [quinta semana y más, que reconoce a ciertas personas por oposición a otras, etc. [pero no por esto debemos atribuirle la noción de persona o siquiera de objeto: lo que reconoce son apariciones sensibles y animadas, y ello no prueba todavía nada con respecto a su sustancialidad, ni con respecto a la disociación del yo y el universo exterior. Entre los tres y los seis meses [generalmente hacia los cuatro meses y medio, el lactante comienza a coger lo que ve, y esta capacidad de prensión, que más tarde será de manipulación, multiplica su poder de formar nuevos hábitos. Ahora bien, ¿cómo se construyen esos conjuntos motores (hábitos nuevos, y esos conjuntos perceptivos) al principio las dos clases de sistemas están unidos: puede hacerse referencia a ellos hablando de «esquemas sensorio-motores»? El punto de partida es siempre un ciclo reflejo, pero un ciclo cuyo ejercicio, en lugar de repetirse sin más, incorpora nuevos elementos y constituye con ellos totalidades organizadas más amplias, merced a diferenciaciones progresivas. Ya luego, basta que ciertos movimientos cualesquiera del lactante alcancen fortuitamente un resultado interesante -interesante por ser asimilable a un esquema anterior- para que el sujeto reproduzca inmediatamente esos nuevos movimientos: esta «reacción circular», como se la ha llamado, tiene un papel esencial en el desarrollo sensoriomotor y representa una forma más evolucionada de asimilación. Pero lleguemos al tercer estadio, que es mucho más importante aún para el ulterior desarrollo: el de la inteligencia práctica o sensoriomotriz propiamente dicha. La inteligencia, en efecto, aparece mucho antes que el lenguaje, es decir, mucho antes que el pensamiento interior que supone el empleo de signos verbales [del lenguaje interiorizado. Pero se trata de una inteligencia exclusivamente práctica, que se aplica a la manipulación de los objetos y que no utiliza, en lugar de las palabras y los conceptos, más que percepciones y movimientos organizados en «esquemas de acción». Coger un palo para atraer un objeto que está un poco alejado, por ejemplo, es un acto de inteligencia [incluso bastante tardío: hacia los dieciocho meses, puesto que un medio, que aquí es un verdadero instrumento, está coordinado con un objeto propuesto de antemano, ha sido preciso comprender previamente la relación del bastón con el objetivo para descubrir el medio. Un acto de inteligencia más precoz consistirá en atraer el objeto tirando de la manta o del soporte sobre el que descansa [hacia el final del primer año; y podrían citarse otros muchos ejemplos. Intentemos más bien averiguar cómo se construyen esos actos de inteligencia. Pueden invocarse dos clases de factores. Primeramente, las conductas anteriores que se multiplican y se diferencian cada vez más, hasta adquirir una flexibilidad suficiente para registrar los resultados de la experiencia. Así es como, en sus «reacciones circulares», el bebé no se contenta ya con reproducir simplemente los movimientos y los gestos que han producido un efecto interesante: los varía intencionalmente para estudiar los resultados de esas variaciones, y se dedica así a verdaderas exploraciones o «experiencias para ver». Todo el mundo ha podido observar, por ejemplo, el comportamiento de los niños de doce meses aproximadamente que consiste en tirar al suelo los objetos, ora en una dirección, ora en otra, para analizar las caídas y las trayectorias. Por otra parte, los «esquemas» de acción, construidos ya al nivel del estadio precedente y multiplicados gracias a nuevas conductas experimentales, se hacen susceptibles de coordinarse entre sí, por asimilación recíproca, a la manera de lo que habrán de ser más tarde las nociones o conceptos del pensamiento propiamente dicho. En efecto, una acción apta para ser repetida y generalizada a nuevas situaciones es comparable a una especie de concepto sensoriomotor: y así es cómo, en presencia de un objeto nuevo para él, vemos al bebé incorporarlo sucesivamente a cada uno de sus «esquemas de acción» [sacudirlo, frotarlo, mecerlo, etc. como si se tratase de comprenderlo por el uso [es sabido que hacia los cinco y los seis años los niños definen todavía los conceptos empezando por las palabras «es para»: una mesa «es para escribir encima»; etc.. Existe, pues, una asimilación sensoriomotriz comparable a lo que será más tarde la asimilación de lo real a través de las nociones y el pensamiento. Es, por tanto, natural que esos diversos esquemas de acción se asimilen entre sí, es decir, se coordinen de tal forma que unos asignen un objetivo a la acción total, mientras que otros le sirven de medios, y con esta coordinación, comparable a las del estadio anterior, pero más móvil y flexible, se inicia la etapa de la inteligencia práctica propiamente dicha.
Ahora bien, el resultado de ese desarrollo intelectual es efectivamente, como anunciábamos más arriba, transformar la representación de las cosas, hasta el punto de hacer dar un giro completo o de invertir la posición inicial del sujeto con respecto a ellas. En el punto de partida de la evolución mental no existe seguramente ninguna diferenciación entre el yo y el mundo exterior, o sea, que las impresiones vividas y percibidas no están ligadas ni a una conciencia personal sentida como un «yo», ni a unos objetos concebidos como exteriores: se dan sencillamente en un bloque indisociado, o como desplegadas en un mismo plano, que no es interno, ni externo, sino que está a mitad de camino entre estos dos polos, que sólo poco a poco irán oponiéndose entre sí. Pero, a causa precisamente de esa indisociación primitiva, todo lo que es percibido está centrado en la propia actividad: el yo se halla al principio en el centro de la realidad, precisamente porque no tiene conciencia de sí mismo, y el mundo exterior se objetivará en la medida en que el yo se construya en tanto que actividad subjetiva o interior. Dicho de otra forma, la conciencia empieza con un egocentrismo inconsciente e integral, mientras que los progresos de la inteligencia sensoriomotriz desembocan en la construcción de un universo objetivo, dentro del cual el propio cuerpo aparece como un elemento entre otros, y a este universo se opone la vida interior, localizada en ese cuerpo propio. Cuatro procesos fundamentales caracterizan esta revolución intelectual que se realiza durante los dos primeros años de la existencia; se trata de las construcciones de las categorías del objeto y del espacio, de la causalidad y del tiempo, todas ellas, naturalmente, como categorías prácticas o de acción pura, y no todavía como nociones del pensamiento. El esquema práctico del objeto es la permanencia sustancial atribuida a los cuadros sensoriales y, por consiguiente, de hecho, la creencia según la cual una figura percibida corresponde a «algo» que seguirá existiendo aun cuando uno deje de percibirlo. Ahora bien, es fácil demostrar que durante los primeros meses, el lactante no percibe objetos propiamente dichos, Reconoce ciertos cuadros sensoriales familiares, eso sí, pero el hecho de reconocerlos cuando están presentes no equivale en absoluto a situarlos en algún lugar cuando se hallan fuera del campo perceptivo. [...]
 Hasta el final del primer año, el bebé no busca los objetos cuando acaban de salir de su campo de percepción, y éste es el criterio que permite reconocer un principio de exteriorización del mundo material. En resumen, la ausencia inicial de objetos sustanciales más la construcción de objetos fijos y permanentes es un primer ejemplo de ese paso del egocentrismo integral primitivo a la elaboración final de un universo exterior. La evolución del espacio práctico es enteramente solidaria de la construcción de los objetos. Al principio, hay tantos espacios, no coordinados entre sí, como campos sensoriales [espacios bucal, visual, táctil, etc. y cada uno de ellos está centrado en los movimientos y actividad propios. El espacio visual, por ejemplo, no conoce al principio las mismas profundidades que el niño habrá de construir más adelante. Al final del segundo año, en cambio, existe ya un espacio general, que comprende a todos los demás, y que caracteriza las relaciones de los objetos entre sí y los contiene en su totalidad, incluido el propio cuerpo. La elaboración del espacio se debe esencialmente a la coordinación de los movimientos, y aquí se ve la estrecha relación que existe entre este desarrollo y el de la inteligencia sensoriomotriz propiamente dicha. En su egocentrismo, la causalidad se halla al principio relacionada con la propia actividad: consiste en la relación -que durante mucho tiempo seguirá siendo fortuita para el sujeto- entre un resultado empírico y una acción cualquiera que lo ha producido. Así es como, al tirar de los cordones que penden del techo de su cuna, el niño descubre el derrumbamiento de todos los juguetes que alli estaban colgados, y ello le hará relacionar causalmente la acción de tirar de los cordones y el efecto general de derrumbamiento. Ahora bien, inmediatamente utilizará este esquema causal para actuar a distancia sobre cualquier cosa: tirará del cordón para hacer continuar un balanceo que ha observado a dos metros de distancia, para hacer durar un silbido que ha oído al fondo de la habitación, etc. Esta especie de causalidad mágica o «mágico-fenomenista» pone bastante de manifiesto el egocentrismo causal primitivo. En el curso del segundo año, por el contrario, el niño reconoce las relaciones de causalidad de los objetos entre sí: objetiviza y localiza, pues, las causas. La objetivación de las series temporales es paralela a la de la causalidad. En suma, en todos los terrenos encontramos esa especie de revolución copernicana que permite a la inteligencia sensoriomotriz arrancar el espíritu naciente de su egocentrismo inconsciente radical para situarlo en un «universo», por práctico y poco «meditado» que sea.”
Seis estudios de psicología, Seix Barral, Barcelona 1973, 6ª ed., p. 19-28.
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Método genético
Método genético es todo aquello que se acomoda al orden de la generación.
Herbart y Comte observar un cierto paralelismo entre el desarrollo de las facultades intelectuales y morales del niño y el que se ha realizado en los pueblos en su progreso intelectual y moral. Hace tiempo estuvo muy en boga la llamada ley biogenética del Haecquel, basta con recordar la teoría del atavismo, sostenida por Stanley Hall, en la que se refiere al juego. Esta idea es transformista, en último término, pues supone que unas especies se han formado por desarrollo diferente de otras. De la observación de este paralelismo han querido desprenderse consecuencias de tipo didáctico que los discípulos de Herbart  llevaron a exageraciones ridículas.
Ziller propuso un plan de primera enseñanza, distribuido en ocho cursos, para cada uno de los cuales señaló como materia principal las siguientes: cuentos épicos, historia de Robinson, historia de los patriarcas, época de la caballería, los Reyes de Israel, vida de Jesús, historia de los apóstoles, historia de la reforma.
Las razones para fundamentar su plan era en que en el niño se desarrolla, ante todo, la fantasía, y lo que más le llama la atención son los cuentos épicos, creaciones de la imaginación sensible de los pueblos primitivos, luego se fijen el modo de vivir del hombre aislado para pasar más tarde el conocimiento de las relaciones entre individuo y sociedad.

Ruiz Amado sostiene que este modo de proceder se opone al principio didáctico de que hay que proceder de lo conocido a lo desconocido, de lo próximo a lo remoto. Los partidarios del paralelismo han querido defenderse afirmando que una cosa es la proximidad histórica y otra la proximidad psicológica, sostienen que el niño esté psicológicamente más próximo a los griegos, que a los padres que lo engendraron y lo han de educar. Pero aquí hay una grave confusión, decir que las ideas y mentalidad del niño se parecen más a las de los pueblos sencillos de cultura rudimentaria, que a las de la complicada civilización moderna, es una aseveración, que tomado en general tiene algo de verdad, pero la analogía queda sofocado por las innumerables diferencias entre el mundo en el que vivían por ejemplo los griegos, y el mundo en el que el niño moderno abre sus ojos. Es indudable que las armas y el modo de guerrear que los griegos de Homero son más pueriles que los de la guerra de nuestro tiempo, no obstante el niño que desde su primera edad se ha acostumbrado a ver soldados con fusiles y cañones, no puede sin mucha dificultad ser introducido en el mundo enteramente distinto de los griegos. La situación cultural que determina aún antes de comenzar un enseñante consciente, la masa de conceptos del niño de hoy, es totalmente distinta de la situación cultural de los griegos, de donde resulta que aún siendo nuestro mundo mucho más complejo se nos hace más fácil y posible concebir que aquel, por eso no podemos adherirnos las ideas de comenzar la enseñanza de los niños por la odisea o por los cuentos épicos, que proponen el comienzo por las fábulas germánicas o historias de otras culturas llenas de encantamiento y brujerías. Ruiz Amado opina que esto prepara el terreno al verbalismo y es incomparablemente más racional por los objetos que el niño ve y palpa.

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