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lunes, 31 de marzo de 2014

Estética y creatividad

















La estética o disciplina que estudia la belleza es fundamental desde el punto de vista de la creatividad, ello es debido a que el ser humano trata de buscar modelos o de generar ideas que produzcan sentimientos favorables y positivos que generen formas que se puedan apreciar como bellas, y ese es el objetivo final de la estética.

Tradicionalmente, la estética es una parte de la filosofía que tiene por objeto de estudio lo bello, o la belleza en general y, de un modo especial, las condiciones con las que se percibe y crea lo bello, y los criterios con que se valora. En la actualidad, la disciplina teórica y normativa que incluye el estudio de los dichos fenómenos estéticos, como obras de arte, el sentimiento estético, la actitud y la valoración estética, es la teoría o filosofía del arte, que es en definitiva una interpretación del arte, o la crítica filosófica del arte hecha desde dichas perspectivas.

La estética  es la rama de la filosofía relacionada con la esencia y percepción de la belleza y la fealdad. La estética se ocupa también de la cuestión de si estas cualidades están de manera objetiva presentes en las cosas, a las que pueden calificar, o si existen sólo en la mente del individuo; por lo tanto, su finalidad es mostrar si los objetos son percibidos de un modo particular (el modo estético) o si los objetos tienen, en sí mismos, cualidades específicas o estéticas. La estética también se plantea si hay diferencia entre lo bello y lo sublime.
La crítica y la psicología del arte, aunque disciplinas independientes, están relacionadas con la estética. La psicología del arte está relacionada con elementos propios de esta disciplina como las respuestas humanas al color, sonido, línea, forma y palabras, y con los modos en que las emociones condicionan tales respuestas. La crítica se limita en particular a las obras de arte, y analiza sus estructuras, significados y problemas, comparándolas con otras obras, y evaluándolas.
El término estética fue introducido en 1753 por el filósofo alemán Alexander Gottlieb Baumgarten, pero el estudio de la naturaleza de lo bello había sido constante durante siglos. En el pasado fue sobre todo un problema que preocupó a los filósofos. Desde el siglo XIX, los artistas también han contribuido a enriquecer este campo con sus opiniones.
Las primeras teorías estéticas, aunque no con este nombre -que se referían propiamente al conocimiento que se obtiene mediante los sentidos-, arrancan de Platón y Aristóteles. En ambos, la naturaleza de lo bello y de las artes se trata por separado, sin vincular la belleza con el arte, y relegando a un segundo plano la vivencia placentera que produce el arte. En Platón, lo bello se identifica con lo bueno y bello es lo que es bueno para el individuo y el Estado, mientras que a las obras de arte o a las artes propiamente dichas las consideraba -por razón de la teoría de las ideas- una mera imitación de una imitación. Para Aristóteles, el arte es una forma de conocimiento, un saber productivo, y trata más del arte que de lo bello, que ya no se identifica idealmente con lo bueno; la belleza pertenece a la forma. Su tratado de Poética establece una normativa -un comienzo, un medio y un final para toda obra de arte- que influye en la estética literaria de todas las épocas. También el arte, según él, imita a la naturaleza, pero además perfecciona lo que ella deja inacabado.

De las ideas de Platón y Aristóteles, pensadas luego por la mente mística de Plotino (la idea de emanación le permite  que no hay belleza si no se es bello, espiritualizando totalmente el arte) se nutre la estética medieval escolástica. El artista medieval no mira a los objetos para extraer de ellos la forma artística, sino que mira para sus adentros para la forma interior, la idea ejemplar, a la que tanto la naturaleza como el arte deben adecuarse. 

Tras la exaltación estética del Renacimiento, que ve en el arte, sobre todo en la pintura, una ventana abierta a la contemplación de la naturaleza, y entiende lo bello como la conciencia de la armonía que en ella existe, nace la estética moderna con la obra Aesthetica de A.G. Baumgarten, filósofo racionalista, discípulo de Ch. Wolff, quien hacia 1750 introduce este término para aplicarlo a una rama de la filosofía, «hermana menor de la lógica», que estudiará no el conocimiento claro y distinto, propio de esta última, sino el conocimiento sensible y «oscuro». El estudio sobre lo bello, que caracteriza como perfección sensible, lo aplica sin embargo Baumgarten sólo a la creación poética. Charles Batteux (1713-1780), que escribe Tratado de las bellas artes reducidas a un mismo principio (1740) lo generaliza a todas las «bellas artes». Se efectúa así el cambio de la consideración de lo bello entendido metafísicamente (ontológicamente), propio de la filosofía clásica y medieval, a la consideración de lo bello en la obra de arte y como manera de conocer.

El idealismo alemán, en Schelling y Hegel, sobre todo, hace de la estética una parte integrante de su sistema. Kant estudia en su Crítica del juicio (1790) los juicios estéticos que denomina juicios del gusto. Para F.W.J. Schelling, en la obra de arte se produce la captación, por la belleza y a través de una intuición intelectual, de lo infinito que se expresa de un modo finito. Para G.W.F. Hegel, la estética representa un momento de conciliación entre la idea y la naturaleza, que es lo bello artístico, al que también llama «ideal», o manifestación sensible de la idea; la estética es la consideración filosófica de las bellas artes.

Las dos maneras de entender la estética, como análisis del sentimiento estético y como filosofía de las bellas artes, se desarrollan predominantemente a lo largo de todo el s. XIX y buena parte del XX, de forma independiente o bien en interrelación, pese a repetidos intentos de dar una orientación empírica y más científica a la estética. Gustav Theodor Fechner (1801-1887), psicólogo alemán, fundador de la piscofísica, establece los fundamentos para un estudio meramente empírico y psicológico de la estética, adoptado posteriormente por los psicólogos de la Gestalt, entre ellos Rudolf Arnheim y Leonard Meyer. Vías parecidas han seguido aquellos autores que aplican la semiología a la estética, como Charles Morris y Umberto Eco, o que desarrollan una sociología de la estética, como Pierre Francastel (1900-1970).

La filosofía analítica ha criticado duramente los supuestos en que se basa la teoría estética tradicional por su falta de método, por la vaguedad y el uso impreciso de conceptos centrales y, sobre todo, por considerarla basada en un error fundamental: el de suponer sin fundamento que las obras de arte tienen un conjunto de propiedades en común, que constituyen la suma de condiciones necesarias y suficientes para que exista una obra de arte (esencialismo). Una estética analítica, no puede consistir en preguntarse e intentar definir «¿qué es el arte?», sino más bien en preguntarse por el tipo de conceptos que aplicamos a lo que es arte; es una labor de crítica y análisis, por tanto, de los términos con que hablamos del arte.

Dentro de la tradición estética, las investigaciones actuales se orientan -no meramente al análisis de los conceptos que se usan-, sino a analizar qué tipo de investigación es la estética, que se considera a sí misma excesivamente filosófica, esencialista y ahistórica, y alejada de los fenómenos de cultura de masas. O hasta cuestionan su misma necesidad o plantean la conveniencia de orientarse más hacia disciplinas parciales, como la historia, la psicología o la sociología del arte.

El «posmodernismo» considera superadas las teorías estéticas del pasado, que tacha de elitistas y formalistas, y prefiere la pluralidad y la singularidad de dichas experiencias estéticas, irreductibles en principio a sistema.

Teorías clásicas
La primera teoría sobre la estética de algún alcance es la de Platón, que consideraba que la realidad se compone de arquetipos o formas, que están más allá de los límites de la sensación humana y que son los modelos de todas las cosas que existen para la experiencia humana. Los objetos que los seres humanos pueden experimentar son ejemplos o imitaciones de esas formas. La labor del filósofo, por tanto, consiste en comprender desde el objeto experimentado o percibido, a la realidad que imita, mientras que el artista copia el objeto experimentado, o lo utiliza como modelo para su obra. Así, la obra del artista es una imitación de lo que es en sí mismo una imitación.
El pensamiento de Platón tenía una marcada tendencia ascética. En su obra La República iba más lejos al desterrar algunos tipos de artistas de su sociedad ideal porque pensaba que con sus obras estimulaban la inmoralidad o representaban personajes despreciables, y que ciertas composiciones musicales causaban pereza e incitaban a la gente a realizar acciones que no se sometían a ninguna noción de medida.
Aristóteles también habló del arte como imitación, pero no en el sentido platónico. Uno podía imitar las "cosas como deben ser", escribió, y añadió que "el arte complementa hasta cierto punto lo que la naturaleza no puede llevar a un fin". El artista separa la forma de la materia de algunos objetos de la experiencia, como el cuerpo humano o un árbol, e impone la forma sobre otra materia, como un lienzo o el mármol. Así, la imitación no consiste sólo en copiar un modelo original, sino en concebir un símbolo del original; más bien, se trata de la representación concreta de un aspecto de una cosa, y cada obra es una imitación de un todo universal.
La estética era inseparable de la moral y la política para Aristóteles y Platón. El primero, al tratar sobre la música en su Política, mantiene que el arte afecta al carácter humano, y por lo tanto al orden social. Puesto que Aristóteles sostenía que la felicidad es el destino de la vida, creía que la principal función del arte es proporcionar satisfacción a los hombres. En la Poética, su gran obra sobre los principios del drama, Aristóteles razonaba que la tragedia estimula las emociones de compasión y temor, lo que consideraba pesimista e insano, hasta tal punto que al final de la representación el espectador se purga de todo ello. Esta catarsis hace a la audiencia más sana en el plano psicológico y así más capaz de felicidad. El drama neoclásico desde el siglo XVII ha estado muy influenciado por la Poética de Aristóteles. Las obras de los dramaturgos franceses Jean Baptiste Racine, Pierre Corneille y Molière, en particular, se acogían a los principios rectores de la doctrina de las tres unidades: tiempo, lugar y acción. Este concepto dominó las teorías literarias hasta el siglo XIX.
Otros enfoques primitivos
El filósofo del siglo III Plotino nació en Egipto y se formó en filosofía en Alejandría; aunque neoplatónico, dio mucha más importancia al arte que Platón. En el enfoque de Plotino, el arte revela la forma de un objeto con mayor claridad de lo que es posible en la experiencia normal y lleva al alma a la contemplación de lo universal. De acuerdo con Plotino, los momentos más elevados de la vida son estados místicos, con lo que viene a decir que el alma está unida, en el mundo de las formas, a lo divino, que Plotino conceptúa como "lo Uno". La experiencia estética se encuentra muy cercana a la experiencia mística, pues se genera un abandono terrenal mientras se contempla el objeto estético.
El arte en la edad media fue al principio una expresión de la religión, cuyos principios estéticos están basados en su mayor parte sobre el neoplatonismo. Durante el renacimiento, en los siglos XV y XVI, el arte se volvió más secular y la estética clásica abarcó más campos que el religioso. El gran impulso dado al pensamiento estético en el mundo moderno se produjo en Alemania durante el siglo XVIII. En su Laokoon (Laocoonte, 1766), el crítico germano Gotthold Ephraim Lessing sostenía que el arte está autolimitado y logra su elevación sólo cuando estas limitaciones son reconocidas. El crítico y arqueólogo clásico alemán Johann Joachim Winckelmann mantenía que, de acuerdo con los antiguos griegos, el mejor arte es impersonal y expresa la proporción ideal y equilibrio más que la individualidad de su creador. El filósofo alemán Johann Gottlieb Fichte consideraba la belleza una virtud moral. Al crear un mundo en el que la belleza, al igual que la verdad, es un fin, el artista anuncia la absoluta libertad, que es el objetivo de la voluntad humana. Para Fichte, el arte es individual o social, aunque satisface un importante propósito humano.
Estética moderna
El filósofo alemán del siglo XVIII Immanuel Kant estuvo interesado en los juicios del gusto estético. Los objetos pueden ser juzgados bellos, proponía, cuando satisfacen un deseo desinteresado que no implica intereses o necesidades personales. Además, el objeto bello no tiene propósito específico y los juicios de belleza no son expresiones de las simples preferencias personales sino que son universales. Aunque uno no pueda estar seguro de que otros estarán satisfechos por los objetos que juzga como bellos, puede al menos decir que otros deben estar satisfechos. Los fundamentos de la respuesta del individuo a la belleza, por lo tanto, existen en la estructura de su pensamiento.
El arte debería dar la misma satisfacción desinteresada que la belleza natural. Resulta paradójico que el arte pueda cumplir un destino que la naturaleza no puede: puede ofrecer belleza y fealdad a través de un objeto. Una hermosa pintura de un rostro feo puede incluso llegar a ser bella.
Según el filósofo alemán del siglo XIX George Wilhelm Friedrich Hegel, el arte, la religión y la filosofía son las bases del desarrollo espiritual más elevado. Lo bello en la naturaleza es todo lo que el espíritu humano encuentra grato y conforme al ejercicio de la libertad espiritual e intelectual. Ciertas cosas en la naturaleza pueden estar hechas más agradables y placenteras, y estos objetos naturales son reorganizados por el arte para satisfacer exigencias estéticas.
El filósofo alemán Arthur Schopenhauer creía que las formas del universo, como las formas platónicas eternas, existen más allá de los mundos de la experiencia, y que la satisfacción estética se logra contemplándolos por el propio interés que provocan, como medios de eludir el angustioso mundo de la experiencia cotidiana.
Fichte, Kant y Hegel marcan una línea directa de evolución. Schopenhauer atacó a Hegel pero estuvo influido por el enfoque de Kant de la contemplación desinteresada. El filósofo germano Friedrich Nietzsche aceptó en sus primeras obras la influencia de la visión de Schopenhauer, para discrepar más tarde de su magisterio. Nietzsche estaba de acuerdo con que la vida es trágica, pero esta idea no debería excluir la aceptación de lo trágico con alegre espíritu, pues su realización plena es el arte, el cual se enfrenta con los terrores del universo a los que se puede transformar, generando cualquier experiencia en algo bello, y al hacerlo así transforma las angustias del mundo de tal modo que pueden ser contempladas con placer.
Aunque gran parte de la estética moderna arraiga en el pensamiento alemán, éste estaba sujeto a otras influencias occidentales. Lessing, un representante del romanticismo germano, estuvo influido por los escritos estéticos del estadista británico Edmund Burke.
Estética y arte 
La estética tradicional en los siglos XVIII y XIX estuvo dominada por el concepto del arte como imitación de la naturaleza. Novelistas como Jane Austen y Charles Dickens en Gran Bretaña, y dramaturgos como Carlo Goldoni en Italia y Alexandre Dumas (el hijo de Alexandre Dumas padre) en Francia presentaban relatos realistas sobre la vida de la clase media. Pintores neoclásicos, como Jean Auguste Dominique Ingres, románticos, como Eugène Delacroix, o realistas, como Gustave Courbet, representaban sus temas poniendo mucho cuidado en el detalle natural.
En la estética tradicional se asumía también con frecuencia que las obras de arte son tan útiles como bellas. Los cuadros podían conmemorar eventos históricos o estimular la moral. La música podía inspirar piedad o patriotismo. El teatro, por la influencia de Dumas y el noruego Henrik Ibsen, podía servir para criticar la sociedad y de ese modo ser útil para reformarla.
En el siglo XIX, no obstante, conceptos vanguardistas aplicados sobre la estética empezaron a cuestionar los enfoques tradicionales. El cambio fue muy evidente en la pintura. Los impresionistas franceses, como Claude Monet, eran denunciados por los pintores academicistas por representar lo que ellos pensaban deberían ver, bastante más de lo que realmente veían, como eran las superficies de muchos colores y formas oscilantes causadas por el juego distorsionante de luces y sombras cuando el sol se mueve.
A finales del siglo XIX, los posimpresionistas como Paul Cézanne, Paul Gauguin y Vincent van Gogh estuvieron más interesados en la estructura pictórica y en expresar su propia psique que en representar objetos del mundo de la naturaleza. A principios del siglo XX, este interés estructural fue desarrollado más allá por los pintores cubistas como Pablo Picasso, y la inquietud expresionista se reflejaba en la obra de Henri Matisse y otros fauvistas, así como en expresionistas alemanes de la categoría de Ernst Ludwig Kirchner. Los aspectos literarios del expresionismo pueden verse reflejados en las obras del sueco August Strindberg y del alemán Frank Wedekind.
En estrecha relación con estos enfoques hasta cierto punto no figurativos del mundo plástico cobró importancia el principio del "arte por el arte", que se derivó de la visión de Kant de que el arte tenía su propia razón de ser. La frase fue por primera vez utilizada por el filósofo francés Victor Cousin en 1818, y a su doctrina (llamada esteticismo) se adhirió en Inglaterra el crítico Walter Horatio Pater, los pintores prerafaelistas, y por el pintor estadounidense expatriado James Abbott McNeill Whistler. En Francia resumió el credo de los poetas simbolistas como Charles Baudelaire. Claro que, el principio del arte por el arte subyace en la mayor parte del vanguardismo occidental del siglo XX.
Principales influencias contemporáneas
Cuatro filósofos de final del siglo XIX y principios del XX han sido las influencias básicas en la estética de nuestros días. En Francia Henri Bergson definió la ciencia como el uso de la inteligencia para crear un sistema de símbolos que describa la realidad aunque en el mundo real la falsifique. El arte, sin embargo, se basa en intuiciones, lo que es una aprehensión directa de la realidad no interferida por el pensamiento. Así, el arte se abre camino mediante los símbolos y creencias convencionales acerca de la gente, la vida y la sociedad y enfrenta al individuo con la realidad misma.
En Italia, el filósofo e historiador Benedetto Croce también exaltó la intuición, pues consideraba que era la conciencia inmediata de un objeto que de algún modo representa la forma de ese objeto, es decir, la aprehensión de cosas en lugar de lo que uno refleje de ellas. Las obras de arte son la expresión, en forma material de tales intuiciones; belleza y fealdad, no obstante, no son rasgos de las obras de arte sino cualidades del espíritu expresadas por vía intuitiva en esa misma obra de arte.
El filósofo y poeta estadounidense de origen español Jorge Ruiz de Santayana razonó que cuando uno obtiene placer en una cosa, el placer puede considerarse como una cualidad de la cosa en sí misma, más que como una respuesta subjetiva de ella. No se puede caracterizar algún acto humano como bueno en sí mismo, ni denominarlo bueno tan sólo porque se apruebe socialmente, ni puede decirse que algún objeto es bello, porque su color o su forma lleven a llamarlo bello.
John Dewey, el pedagogo y filósofo estadounidense, consideraba la experiencia humana como inconexa, fragmentaria, llena de principios sin conclusiones, o como experiencias manipuladas con claridad como medios destinados a cumplir fines concretos. Aquellas experiencias excepcionales, que fluyen desde sus orígenes hasta su consumación, son estéticas. La experiencia estética es placer por su propio interés, es completa e independiente y es final, no se limita a ser instrumental o a cumplir un propósito concreto.
Marxismo y psicoanálisis
Los dos poderosos movimientos, el marxismo en los campos de la economía y la política y el las doctrinas freudianas en psicología, han rechazado el principio del arte por el arte y reiterado la dimensión práctica del arte. El marxismo trata el arte como una expresión de la relaciones económicas subyacentes en la sociedad, y mantiene que el arte es importante sólo cuando es "progresista", es decir, cuando defiende los valores de la sociedad en la cual se crea.
Por su parte Sigmund Freud creía en el valor del arte para usarlo de forma terapéutica: es por este medio por el que tanto el artista como el público pueden revelar conflictos profundos y descargar tensiones. Fantasías y ensueños, al intervenir en el arte, son transformados de este modo desde un escape psicológico hasta plantear diversas formas de concebir la vida. En la pintura y la poesía surrealista, el subconsciente se utiliza como una fuente creativa. La técnica de ficción de la corriente de conciencia, sobre todo en los textos del escritor irlandés James Joyce, se derivaba no sólo de la obra de Freud sino también de Los principios de la psicología (1890) del filósofo y psicólogo estadounidense William James y de las novelas de Edouard Dujardin, donde nació el monólogo interior.
Existencialismo 
El filósofo y escritor francés Jean Paul Sartre abogaba por una modalidad de existencialismo en el que el arte fuera una expresión de la libertad del individuo para elegir, y de este modo demostrar la responsabilidad individual de su elección. La desesperación, reflejada en el arte, no es un fin sino un principio porque erradica las culpas y excusas por las que la gente común sufre, y abre el camino para la libertad auténtica.
Controversias académicas
Las controversias académicas del siglo XX han girado sobre el sentido del arte. El crítico y semántico británico I. A. Richards afirmaba que el arte es un lenguaje. Sostenía que existen dos clases de lenguaje: el simbólico, que transmite ideas e información, y el emotivo, que expresa, evoca y estimula sentimientos y actitudes. Consideraba el arte como un lenguaje emotivo que da orden y coherencia a la experiencia y actitudes, sin contener significados simbólicos.
La obra de Richards fue también importante por su uso de técnicas psicológicas en el estudio de reacciones estéticas. En Crítica práctica (1929) describía experimentos que revelan que también la gente muy culta está condicionada por su educación, por las opiniones de los demás y por otros elementos sociales y circunstanciales en sus respuestas estéticas. Otros escritores han hablado de los efectos condicionantes de la tradición, la moda y otras presiones sociales, notando, por ejemplo, que a principios del siglo XVIII las obras de William Shakespeare se consideraban como bárbaras y el arte gótico como vulgar.
El interés creciente en la estética se revela por la aparición de varias publicaciones, como Journal of Aesthetics and Art Criticism, fundada en los Estados Unidos en 1941, Revue d'Esthétique, creada en Francia en 1948, y la British Journal of Aesthetics, fundada en 1960.




El estudio de la forma según la estética y la filosofía del arte.

El significado de forma abarca desde aspecto, configuración, contorno y tipo ideal. En Platón es una de las maneras de nombrar a las ideas, elemento fundamental, por tanto, de una de las teorías más representativas del platonismo, como es la teoría de las formas platónicas o teoría de las ideas.

En Aristóteles es, por un lado, el elemento metafísico correlativo de la materia, con la que constituye la sustancia de cada cosa, según la teoría del hilemorfismo: el elemento determinante, de los dos que entran en composición en una sustancia, lo que denomina forma sustancial, se une al elemento determinado, la materia, y el conjunto o compuesto de ambos es la sustancia total. Pero, por otro lado, forma es también una de las maneras de comprender el «porqué» de una cosa, o una de las cuatro causas, aquella precisamente «que expresa la esencia». En realidad, los dos conceptos aristotélicos se unifican en cuanto la forma es tanto el «porqué» de una cosa, o causa primera, como el «qué» o lo que la cosa es: el porqué de algo es su esencia. La forma separada de Platón, la idea, es, según Aristóteles la sustancia de una cosa. Es justamente el enfoque aristotélico, y no el platónico, el que ha dado vigencia y amplio uso a esta palabra a lo largo de la historia de las ideas. La Escolástica no sólo admitió la teoría hilemórfica, sino que hizo de la materia el principio que explica la individualidad de cada cosa y, de la forma, la naturaleza universal de las cosas; cada cosa encierra de algún modo un universal, que es su forma sustancial y las diversas formas accidentales, que constituyen las propiedades de las cosas. Conocer consiste, precisamente, en la captación intelectual de estas distintas formas. El nominalismo medieval fue la excepción en este planteamiento y, al afirmar que no existen de ningún modo universales en la realidad sino sólo individuos, propició el paso al cambio de perspectiva de la filosofía moderna. La sustancia de Descartes no tiene nada que  con la forma aristotélica, ni existen para él aquellas «formas o cualidades de las que se discute en las escuelas» (Discurso del método, V). La filosofía corpuscular, del s. XVII, en la que la forma deja de ser un componente metafísico de la sustancia para pasar a significar más adecuadamente el resultado de las características esenciales de los corpúsculos materiales dotados de movimiento, fundamentó la distinción entre cualidades primarias y secundarias, que conserva de alguna manera la antigua idea de forma accidental, pero que supone ya una interacción entre el objeto y el sujeto, entre la percepción y lo percibido. Kant introduce de nuevo el término forma, pero para darle un uso que él denomina trascendental: la multiplicidad de los datos sensibles (materia) se ordena y configura según condiciones a priori de la sensibilidad (forma), del mismo modo que la multiplicidad de lo percibido se configura y sintetiza mediante los conceptos, universales y necesarios, del entendimiento. En adelante, en el ámbito del pensamiento, forma es siempre aportación humana como condición previa a todo contenido.

En el ámbito de las artes plásticas, forma es aquella estructura constituida por elementos materiales susceptibles de relacionarse y configurarse en un todo, mediante el cual el artista expresa los sentimientos con los que suscita una experiencia estética. Es, pues, la manera artificiosa, libre e imaginativa, de estructurar el significado estético de una obra de arte. Normalmente se opone la forma estética, no a los materiales, sino al contenido figurativo, entendiendo por tal el tema concreto, cuando lo haya, que el autor usa como vehículo de sus sentimientos. Hay teorías estéticas que defienden el punto de vista de que sólo la forma es vehículo expresivo y significativo, de la misma manera que sólo hay experiencia estética cuando el observador capta la forma de una obra artística, y no sólo sus elementos materiales.

 La psicología llama forma a la percepción de los datos sensibles como un conjunto integrado, para el cual vale el principio holístico de que «el todo es más que la mera suma de las partes», y que la mente configura según leyes determinadas, la primera de las cuales es la organización de lo percibido en «fondo» y «figura».

Las diferencias entre la estética y la filosofía del arte

A diferencia de la estética que es la teoría de lo bello, o de la belleza, tanto natural como artificial, la filosofía del arte se ocupa más bien de las denominadas «bellas artes». Por consiguiente se refiere a aquellas obras que el hombre ha creado, en oposición y distinción de las hechas por la sola naturaleza, y que provocan un sentimiento estético. Sobre ellas, se puede plantear toda suerte de preguntas propias de la filosofía del arte: ¿en qué consiste una obra de arte? ¿Qué se crea en una obra de arte? ¿Por qué y cuándo se considera bella una obra artística? ¿Es el arte una expresión de sentimientos? ¿Imita el arte a la naturaleza? ¿Es subjetiva u objetiva la percepción estética?.

Los elementos que la percepción estética valora en una cosa bella son de tipo sensorial, formal y vital o social. Los elementos sensoriales corresponden a las cualidades sensibles o a la captación sensible del objeto, que mejor hay que entender como captación fenoménica del objeto, con lo que se significa que no se aprecian meras cualidades físicas o materiales, sino vivencias sensoriales de un sujeto. Son elementos sensoriales los colores, los matices, las texturas del material, la luz, el movimiento, el volumen, etc. Pero el elemento primordial en el arte es, sin embargo, la forma estética, que no ha de confundirse con la figura o el perfil o la forma material de un objeto, sino la forma perceptual, la organización global de la percepción, en un sentido muy cercano a lo que, en psicología, se denomina Gestalt. Las cualidades que ha de poseer la forma artística son materia de discusión y análisis en estética y teoría del arte. Fundamentalmente se la considera una forma significativa que posee, en este caso, las capacidades del signo: de representar (dentro de la concepción general de que «el arte imita a la naturaleza»), por lo que hay que tener en cuenta los elementos miméticos o factores representativos de la realidad; de expresar o comunicar los sentimientos (dentro de la concepción de que «el arte expresa sentimientos humanos»). O bien se la juzga bajo el criterio de la unidad: la forma, así entendida, es propiamente la «variedad en la unidad», con lo que se alude a la diversidad de elementos formales que han de organizarse de forma unitaria para la constitución del objeto bello. A este principio se le denomina también principio de unidad orgánica, y a él se añaden otros complementarios: tema, variación temática, equilibrio y desarrollo o evolución. S. K. Langer interpreta la forma como la portadora de la cualidad estética, que no es más que el objeto reducido a imagen o a pura apariencia, por obra del acto creador del artista. Los elementos vitales o sociales, aquellos que remiten a hechos, conceptos y otras referencias a que se vinculan la obra de arte, el artista y el momento en que se crea la obra, y que dan a entender que ésta es un producto de un espacio y tiempo determinados, son también importantes a la hora de juzgar qué es lo que percibimos en la vivencia estética. Este último aspecto lo enfatiza, sobre todo, la sociología del arte. En principio, esta disciplina critica el ideal kantiano del arte como una contemplación desinteresada de un objeto bello, con total independencia de las condiciones sociales en que se crea. Históricamente la sociología del arte ha recibido notables influencias del análisis que el marxismo ha hecho de la sociedad en términos de infraestructura y superestructura, así como del estructuralismo que explica la obra de arte en relación con los demás sistemas de signos y significados de la sociedad enraizados en alguna forma de inconsciente, sobre todo los referentes a la comunicación y a la transmisión del saber. En la actualidad es más bien una materia interdisciplinar que tiende a equilibrar el carácter estético específico de la obra de arte con el hecho de que es una obra humana creada en un espacio y tiempo determinados y, por lo mismo, histórica y social.

Una teoría sobre el arte

Una teoría sobre el arte es una interpretación del fenómeno estético complejo que conforman las diversas obras artísticas. Las principales teorías del arte se agrupan, según Chalumeau, en cinco grandes familias:

1) la fenomenología del arte, iniciada por el idealismo alemán, y que llega hasta nuestros días con Merleau Ponty y Sartre, cuyo propósito es la descripción de la vivencia artística o del fenómeno estético en sí;

2) la psicología del arte, iniciada por Gustav Theodor Fechner, y cuyos grandes autores son Ernst Gombrich y Rudolf Arnheim, que recurren a diversas escuelas de psicología para interpretar la obra de arte como expresión de los sentimientos humanos;

3) la sociología del arte, iniciada por Frederick Antal (1887-1954) y a la que pertenecen, entre otros, Arnold Hauser y Pierre Francastel; sostiene que el conocimiento de la sociedad es condición necesaria para interpretar toda obra de arte, en cuanto ésta es un reflejo de un proceso social general; ella y el artista, en expresión de J.G. Herder, «llevan las cadenas del siglo»;

4) el formalismo, cuyo fundador es Heinrich Wölfflin; lo que importa es el procedimiento y la forma, no el contenido;

5) el análisis estructural del arte, iniciado por Erwin Panofsky y que sustituye el concepto de forma por el de estructura.

Lo  bello según las nuevas teorías estéticas

Lo «bello», o la «belleza», ha sido objeto de consideración y tratamiento de la filosofía en general, a lo largo de casi toda su historia, junto con lo «verdadero» y lo «bueno», y más especialmente de aquella parte de la filosofía que, desde el s. XVIII, recibe el nombre específico de estética, o ciencia o teoría de lo bello.

El primero en formular explícitamente la pregunta « ¿qué es lo bello?» es Platón, por boca de Sócrates (en Hipias mayor, 287d), el cual, ya en la misma formulación de la pregunta, pone de manifiesto que se refiere sobre todo a la belleza «en sí», a lo bello en sentido ontológico. Dos son, en efecto, las perspectivas básicas desde las que se ha observado lo bello a lo largo de la historia: lo bello ontológico o belleza ontológica y lo bello estético o belleza estética. La belleza ontológica es aquella concepción que, partiendo de Platón, llega hasta la filosofía medieval y se distingue por identificar la belleza con la bondad y, sobre todo, con la dad y la perfección; en cambio, la belleza estética representa preferentemente una actitud subjetiva de vivencia de lo bello.

En Platón el fundamento de su teoría de lo bello no es otro que la teoría de las ideas. Lo bello en sí es una idea y las cosas bellas una participación de la idea; a través del eros, el hombre llega, desde las cosas bellas, al conocimiento de la verdadera belleza. Si la belleza está en relación con la dad, el arte lo está con la apariencia: es imitación de apariencias (mímesis) o copia. La distinción platónica, a la vez que relación entre lo bello en sí y las cosas que son bellas por participación, configuró la primera teoría estética que llegó hasta el mundo medieval. La historia posterior de estos conceptos no recoge más que las variaciones de este tema o los progresivos distanciamientos, hasta la constitución de una teoría de lo bello basada únicamente en la vivencia subjetiva, o el sentimiento estético.

Las teorías estéticas de Plotino no hicieron sino facilitar la fusión entre el ser, lo uno, que también es el bien, y lo bello, base de la teoría estética medieval escolástica, en la que la belleza es uno de los trascendentales. Para Tomás de Aquino bello es «aquello cuya vista agrada»  y para que una cosa sea bella son necesarias tres características: integridad o perfección, proporción o armonía y luminosidad o claridad. Las dos primeras son de influencia aristotélica, ya que se refieren a la perfección de la forma (perfección y armonía), en oposición a la perfección de la idea platónica; pero la tercera característica es de influencia platónica y plotiniana. Platón distingue la idea de belleza de todas las demás ideas por el hecho de que aquélla «brilla con especial claridad», y Plotino define la belleza como «el resplandor de la idea» (Enéada VI). Ilustrativa es, en este mismo aspecto, la definición del maestro de Tomás de Aquino, Alberto Magno: «La belleza consiste en el esplendor de la forma» (De pulchro et de bono). Inspirándose en Aristóteles, la Escolástica acentúa los rasgos subjetivos del fenómeno estético. El Renacimiento descubre la belleza en el arte, lo cual equivale a decir que el dibujo y el color son bellos, o que la naturaleza expresada y conocida a través de ellos es bella. Esta experiencia de las cosas bellas es ya un comienzo de la consideración de lo bello estético, que ya la filosofía escolástica cualificaba como un conocimiento sensible. El racionalismo identifica de nuevo lo bello con lo verdadero, con lo absoluto y perfecto y, aun cuando Descartes todavía admitía que en la producción artística bella hay algo que la razón no logra entender, en Nicolas Boileau, el autor de L´art poétique (1674), se advierte una postura extrema al afirmar que «nada es bello si no es verdadero y sólo lo verdadero es digno de ser amado». Contra esto, el empirismo afirma el interés del conocimiento sensible (no hay otro) y describe sus características empíricas que nada tienen que  con lo perfecto y lo ideal, entendidas de tal modo que serán origen del gusto o de la sensación estética.

Alexander Gottlieb Baumgarten (1714-1762) es el primero en usar la palabra «estética» para designar una disciplina filosófica que establece una teoría de lo bello. Pese a ser racionalista, discípulo de Ch. Wolff, niega la identidad de lo verdadero con lo bello, y nace así la idea de la belleza como perfección del conocimiento sensible; la facultad que percibe esta especie de conocimiento «oscuro» por su origen, se llama gusto o sentimiento en la terminología común de los autores alemanes, mientras que continúa siendo misión del entendimiento captar lo verdadero según «ideas claras y distintas» (ideas innatas).

Kant, en la Crítica del juicio (1790), determina las condiciones de posibilidad de la percepción de lo bello y somete a análisis los juicios estéticos, o juicios del gusto (enunciados sobre lo bello y lo sublime), en plena concordancia con su filosofía crítica: «No hay ciencia de lo bello, sino sólo crítica» (Crítica del juicio, § 44).

Con un juicio estético afirmamos que algo agrada. Pero se trata de un agrado desinteresado, de algo que gusta por sí mismo, no porque produzca placer o porque sea moralmente bueno. Es también un agrado universalizable, que no concebimos sólo nuestro, sino que lo atribuimos a todos. Agrada, además, porque lo percibimos sin ninguna finalidad: no agrada porque sea útil, ni porque sea bueno o perfecto, sino simplemente, porque lo percibimos; una «finalidad sin fin» (¿para qué es una rosa?: «una rosa es una rosa, es una rosa, es una rosa, es una rosa», Gertrud Stein). Pero creemos que este agrado es totalmente necesario; nadie escapa a la sensación de agrado del objeto bello. Así, pues, para Kant la belleza es lo que gusta de forma desinteresada, universal y necesaria, en objetos que carecen de toda finalidad. Es, por tanto, un conocimiento, no por conceptos, sino por percepción de lo agradable que produce lo bello; a esto lo llama «gusto» (facultad de juzgar lo bello), y lo caracteriza primordialmente como «imaginación en libertad», o imaginación libre de quedar fijada por la determinación del entendimiento. Desde Kant, por consiguiente, «bello» es un sentimiento.

Lo bello aparece, en Kant, sobre todo en objetos de la naturaleza, objetos de «belleza libre» (pulcritud vaga, que no identifica totalmente con natural, pues la tienen también algunos objetos artificiales, careciendo de ella, por ejemplo, la especie humana, y que opone a la «belleza adherente», o pulcritud adherente, que supone la consideración de algún concepto o fin). En cambio, Hegel, subraya el interés de la belleza artificial, de la obra de arte, que es realización del espíritu humano, «manifestación sensible de la idea», y a la que llama «bello ideal», que hayamos plasmado en obras de arquitectura, literatura, pintura, etc. La estética en Hegel es ya ciencia de la obra de arte.

En la época moderna, la teoría de lo bello pasa al campo de las ciencias empíricas y psicológicas, aunque no de forma exclusiva. En las nuevas teorías estéticas, lo bello es un elemento más junto con otros componentes como la cultura de masas, las teorías de la sociedad y de la comunicación, la psicología profunda y hasta la tecnología y el diseño.

La forma estética

En las teorías estéticas anteriores al s. XVIII, el acto creativo del artista que confiere a la materia su carácter estético, la belleza. Entendido el arte como mímesis, imitación, desde Platón y Aristóteles hasta Kant, la forma es el acto de imitar. A partir de la teoría estética alemana del s. XVIII, como sentimiento de lo bello, la forma no pertenece sino al modo de sentir las cosa bellas. Las teorías del arte -sobre todo, pero no exclusivamente, las llamadas formalistas- intentan explicar en qué consiste la forma como desencadenante de la experiencia estética.

El término «forma» tiene un significado algo distinto en relación con las obras de arte, debido a su significado en contextos no estéticos. Así, «forma» no significa lo mismo que «figura», ni siquiera en las artes visuales. La forma tiene que  con las interrelaciones totales de las partes, con la organización global de la obra, en donde las figuras -incluido el arte visual- sólo son un aspecto. Si la forma de un cuadro pictórico fuese definida como su figura, o incluso como la totalidad de las figuras que contiene, esto no valdría para los colores, cuyos límites constituyen las figuras, y que son tan importantes para la organización de la forma del cuadro como las figuras mismas. La forma tampoco se refiere a la forma estructural, como ocurre en la lógica o en las matemáticas, cuando hablamos de diferentes argumentos o de distintas fórmulas dentro de la misma forma es que muchas obras de arte tienen, sin duda, ciertas propiedades estructurales comunes, y en este sentido hablamos de «formas de arte», como las composiciones musicales en forma de sonata. Pero cuando hablamos de la forma particular de una obra de arte concreta, nos referimos a su propio modo único de organización, y no al tipo de organización que comparte con otras obras de arte.

En relación con esto, es útil distinguir «forma-en-lo-grande» (estructura) de «forma-en-lo-pequeño» (textura). Cuando hablamos de la estructura de una obra artística, entendemos la organización global resultante de las interrelaciones de los elementos básicos de que consta. Así, una melodía es sólo un ítem en la estructura de una sinfonía, aunque la melodía también se componga de partes relacionadas y constituya una «forma-en-lo-pequeño». Lo que se considera sólo un elemento en la estructura, se considera un todo en la textura; un todo que, a su vez, puede descomponerse y analizarse, como se analiza una melodía o una frase de un poema.

No podemos comprender el importante concepto de forma en el arte sin mencionar algunos de los principales criterios utilizados por los críticos y estéticos en el análisis de la forma estética. ¿Cuáles son pues, los principios de la forma desde los que se ha de juzgar una obra de arte, al menos en su aspecto formal? Muchos escritores han ofrecido sugerencias sobre esto, pero el criterio central y más universalmente aceptado es el de la unidad. La unidad es lo opuesto al caos, la confusión, la desarmonía: cuando un objeto está unificado, puede decirse que tiene consistencia, que es de una pieza, que no tiene nada superfluo. Sin embargo, esta condición debe especificarse más; una pared blanca desnuda o un firmamento uniformemente azul tienen unidad en el sentido de que nada les interrumpe. Pero esto apenas se desea en las obras de arte, que generalmente poseen una gran complejidad formal. Así pues, la fórmula usual es «variedad en la unidad». El objeto unificado debería contener dentro de sí mismo un amplio número de elementos, cada uno de los cuales contribuye en alguna medida a la total integración del todo unificado, de suerte que no existe confusión a pesar de los dispares elementos que lo integran.

Aunque la unidad es importante en cuanto criterio formal, no es el único que utiliza el crítico al valorar las obras de arte. En eso, como en otras tantas cosas, no existe unanimidad entre los propios críticos. De Witt Parker, en un ensayo muy conocido sobre la forma estética, de su libro The Analysis of Art, sostiene que los otros principios son subsidiarios del más importante, que es el de la unidad orgánica. Entre los otros criterios están:

1) el tema, o motivo dominante presente en las obras de arte;

2) la variación temática, variación (en vez de mera repetición) que introduce novedad y que debería basarse en el tema con miras a conservar la unidad;

3) el equilibrio, la disposición de las distintas partes en un orden estéticamente agradable (por ejemplo, no todas las cosas interesantes de una pintura están del mismo lado);

4) el desarrollo o evolución: cada parte de una obra artística temporal es necesaria a las partes siguientes, de suerte que si se alterase o suprimiese alguna porción anterior, todas las porciones posteriores tendrían que ser alteradas en consecuencia. Todo lo que pasa antes es prerrequisito indispensable para lo que pasa después.
(Cfr.: Fundamentos, en M.C. Beardsley-J. Hospers, Estética, Cátedra, Madrid 1976, p. 124-128.)

Susanne K. Langer en “la imagen como «apariencia», plantea: “¿Qué se «crea» en una obra de arte? Más de lo que la gente cree cuando habla de «ser creador», o, cuando se refiere a los personajes de una novela como «creaciones» del autor. Más que una deliciosa combinación de elementos sensoriales, mucho más que cualquier reflexión o «interpretación» de objetos, personas, acontecimientos -la ficción que los artistas usan en su obra demiúrgica, y que ha hecho que algunos estéticos se refieran a tales trabajos como «recreaciones» más que genuinas creaciones. Pero un objeto que ya existe -un jarrón de flores, una persona viva- no pueden ser recreados, Tendrían que ser destruidos para ser re-creados. Además un cuadro no es ni una persona ni un jarrón de flores. Es una imagen, creada por primera vez a partir de cosas que no son imaginarias, sino muy reales -lienzo o papel, colores, carbón o tinta.

Es quizá, bastante natural para la reflexión ingenua concentrarse primero en torno a la relación entre una imagen y su objeto; e igualmente natural es tratar un cuadro, una estatua o una descripción gráfica como una imitación de la realidad. Lo sorprendente es que mucho tiempo después de que la teoría del arte había superado la etapa de ingenuidad, y de que todos los pensadores serios cobraron conciencia de que la imitación no era ni la finalidad ni la medida de la creación artística, la relación de la imagen con su modelo conservara su lugar central entre los problemas filosóficos del arte. Se ha presentado como el problema de la forma y contenido, de interpretación, de idealización, de creencia y ficción y de impresión y de expresión, y, sin embargo, la idea de copiar la naturaleza ni siquiera es aplicable, por igual, a todas las artes. ¿Qué copia un edificio? ¿Sobre qué objeto dado se modela una melodía?

Un problema que no quiere morir, a pesar de que los filósofos lo han condenado como superfluo, tiene aún la misión del moscardón en el mundo intelectual. De hecho, su significado es mayor que cualquiera de sus formulaciones. Así, pues, el problema filosófico que generalmente se concibe en términos de imagen y objeto, se ocupa en realidad de la naturaleza de las imágenes en cuanto tales y de su diferencia esencial de las realidades. La diferencia es funcional: en consecuencia, los objetos reales que funcionan de la manera normal en las imágenes pueden asumir una condición puramente imaginaria. Por esto, el carácter de una ilusión puede adherirse a obras de arte que no representan nada. La imitación de las cosas no es el poder esencial de las imágenes, aunque es muy importante en virtud de que por ella penetró dentro del dominio de nuestro pensamiento filosófico todo el problema del hecho y de la ficción. Pero el verdadero poder de la imagen es ser una abstracción, un símbolo, el portador de una idea.

¿Cómo puede una obra de arte que no representa nada -un edificio, un jarrón, una tela dibujada- ser llamada imagen? Se convierte en imagen cuando se presenta puramente a nuestra visión, es decir, como una pura forma visual en vez de un objeto relacionada local y prácticamente. Si la recibimos como una cosa del todo visual, abstraemos su apariencia de su existencia material. Lo que vemos de este modo se convierte simplemente en una cosa de la visión -una forma, una imagen. Se separa de su marco verdadero y adquiere un contenido diferente.

La creación del artista es una imagen en este sentido, algo que existe sólo para la percepción, abstraída del orden causal y físico. La imagen presentada sobre un lienzo no es una «cosa» nueva entre las cosas del estudio. El lienzo estaba ahí, las pinturas estaban ahí; el pintor no les ha añadido nada. Pero aun las formas no son fenómenos en el orden de cosas reales, como lo son la manchas sobre un mantel; las formas en un dibujo -no importa cuán abstracto sea- tienen una vida que no pertenece a las simples manchas. Algo surge del proceso de arreglar colores sobre una superficie, algo que se crea, no que sólo se recoge y se ordena de nuevo, esto es, la imagen. Surge repentinamente de la disposición de los pigmentos, y con su advenimiento la existencia misma del lienzo y de las pinturas «arregladas» sobre él parece quedar anulada; esos objetos reales se hacen difíciles de percibir por derecho propio. Una nueva apariencia ha reemplazado su aspecto natural.

Una imagen es, ciertamente, un puro «objeto» virtual. Su importancia radica en el hecho de que no la usamos para guiarnos hacia algo tangible y práctico, sino que la tratamos como un ser completo con atributos y relaciones sólo visuales. No tiene otros; su carácter visible es todo su ser.

La palabra «imagen» está casi inseparablemente unida al sentido de la vista porque nuestro ejemplo común de ella es el mundo del espejo, que nos da una copia visible de las cosas que están frente a él sin ninguna réplica sensorial de ellas, táctil o no. Pero algunas de las otras palabras que se han empleado para denotar el carácter virtual de los llamados «objetos estéticos» escapan a esta asociación. Carl Gustav Jung, por ejemplo, se refiere a esto como «apariencia».

Schiller fue el primer pensador que vio lo que realmente hace del Schein o apariencia algo importante para el arte: el hecho de que libera la percepción -y con ella la facultad de concepción- de todos los propósitos prácticos, y permite a la mente permanecer en las puras apariencias de las cosas. La función de la ilusión artística no es «la ficción» como muchos filósofos y psicólogos suponen, sino lo completamente opuesto, el desprendimiento de la creencia -la contemplación de las cualidades sensoriales sin sus significados comunes de «Aquí está la silla», «Ése es mi teléfono», «Estas cantidades deben sumarse a la cuenta del banco», etcétera. El conocimiento de que lo que está frente a nosotros no tiene ninguna significación práctica en el mundo, es lo que nos permite prestar atención a su apariencia en cuanto tal.

Todas las cosas tienen un aspecto de apariencia así como también de importancia causal. Aun una cosa tan insensible como un hecho o una posibilidad aparecen de esta manera a una persona y de esa otra manera a otra. Ésta es su «apariencia», por medio de la cual puede «parecerse» a otras cosas, y -cuando la apariencia se usa para desencaminar el juicio acerca de sus propiedades causales- se dice que «disimula» su naturaleza. Cuando sabemos que un «objeto» consiste enteramente en su apariencia, que aparte de ella carece de cohesión y de unidad -como un arco iris o una sombra-, lo llamamos un objeto meramente virtual o una ilusión. En este sentido literal, un cuadro es una ilusión; vemos una cara, una flor, un paisaje de mar o tierra, etcétera, y sabemos que si extendemos la mano hacia él tocaremos una superficie embarrada de pintura.

La apariencia de una cosa, así destacada, es su cualidad estética directa. De acuerdo con varios críticos eminentes, esto es lo que el artista trata de revelar por sí mismo.

Aquí está, a mi parecer, el enunciado claro de lo que Clive Bell trataba de manera bastante confusa en un pasaje que identificaba la «forma significativa» (que, sin embargo, no significa nada) con la «cualidad estética». La manifestación de la cualidad pura, o apariencia, crea una nueva dimensión, alejada del mundo cotidiano. Éste es su oficio. En esta dimensión se conciben y presentan todas las formas artísticas, Puesto que su sustancia es ilusión o Schein, son, desde el punto de vista de la realidad práctica, meras formas; existen sólo para el sentido o la imaginación que las percibe -como el espejismo o las elaboradas e improbable estructuras de sucesos en nuestros sueños”. (Cfr.: Sentimiento y Forma, UNAM, México 1967, p. 48-52.)

El formalismo estudia la forma en una acepción general, y es la valoración preferente de la forma o la estructura de algo frente a una menor valoración de lo que se considera, según los diversos contextos, su opuesto: contenido o fondo, sustancia o materia de un asunto o de una cosa, valor semántico, emotivo, expresivo, pragmático o figurativo de una expresión lingüística o artística («contenidismo»). Como sentido peyorativo derivado de este sentido general, formalismo es también, en los aspectos éticos o jurídicos, el atenerse puramente a la letra y al aspecto de procedimiento de una ley, sin tener en cuenta para nada el espíritu (propósito, finalidad, objetivo real) con que fue redactada.

La empatía y la experiencia estética

La empatía es la belleza de un objeto que está en relación, se identifica, con el sentimiento de quien lo contempla, o «se siente dentro». En su uso general, significa la concordancia entre lo que es una cosa y la manera como un sujeto consciente la siente. También se emplea en igual sentido endopatía. En ambos casos se quiere decir que se capta sentimentalmente lo que una cosa es; es lo que se siente y se siente como es. Si la concordancia de sentimientos se da entre dos sujetos conscientes se emplea el término simpatía (del griego sympátheia, conformidad de sentimientos).

La vivencia que alguien tiene de lo bello mediante emociones y sentimientos estéticos es la experiencia estética. Se traduce como el gozo o agrado que produce la percepción de las formas estéticas de la naturaleza o de un objeto de arte. Desde el nacimiento de la estética como ciencia, en el s. XVIII, se considera que su objeto de estudio es la experiencia estética, o el análisis de en qué consiste lo bello.

Para que exista experiencia estética es necesario contemplar las cosas con «actitud estética», lo cual exige, en principio, no adoptar una actitud práctica de interés por la utilidad de un objeto, o por su bondad moral, ni una actitud teórica de conocimiento intelectual del mismo. La actitud estética se caracteriza y distingue de cualquier otra por el desapego, el desinterés o la distancia. Estas expresiones indican no sólo, negativamente, la ausencia de interés por la utilidad, la bondad y el conocimiento, sino la necesidad de una actitud positiva de interés por la cosa tal como es sin deseo de posesión.

Susanne K. Langer en “La actitud estética”, describe: “Toda apreciación de un arte -pintura, arquitectura, música, danza, sea cual fuere la obra- requiere un cierto desapego, que ha sido llamado de diversas maneras «actitud de contemplación», «actitud estética» u «objetividad» del espectador. Como señalé ya en un capítulo anterior de este libro, es parte de la tarea del artista hacer que su obra produzca esta actitud en lugar de exigir del sujeto percibiente la aportación a una estructura mental ideal. Lo que el artista establece por medio de artificios estilísticos conscientes no es en realidad la actitud del espectador -ésta es un producto secundario-, sino una relación entre la obra y el público (que lo incluye a él). Bullough llama a esta relación «distancia», y señala muy acertadamente que la «objetividad», el «despego» y las «actitudes» son completas o incompletas, es decir, perfectos o imperfectos, pero no admiten grados.

La distancia, por el contrario, admite desde luego grados y difiere no sólo de acuerdo con la naturaleza del objeto, que puede imponer un grado mayor o menor de distancia, sino que varía también de acuerdo con la capacidad individual para mantener un grado mayor o menor.

Describe su concepto, no sin recurrir a la metáfora, pero lo bastante claramente para hacer de él un elemento filosófico:

“La distancia... se obtiene al separar el objeto y su atractivo del propio yo, cortándolo de necesidades y efectos prácticos... Pero esto no significa que la relación entre el yo y el objeto se rompa hasta el extremo de ser «impersonal»... Por el contrario, describe una relación personal, con frecuencia muy matizada emotivamente, pero de un carácter peculiar. Su peculiaridad estriba en que el carácter personal de la relación ha sido filtrado, por decirlo así. Ha sido liberado de la naturaleza práctica y concreta de su atractivo... Uno de los ejemplos más conocidos se puede encontrar en nuestra actitud hacia los sucesos y personajes del drama...

Esta relación «de un carácter peculiar» es, a mi entender, nuestra relación natural con un símbolo que encarna una idea y la presenta a nuestra contemplación no para actuar prácticamente, sino «libre de la naturaleza práctica y concreta de su atractivo». Por virtud de esta separación, el arte versa enteramente sobre ilusiones, que por su falta de «naturaleza práctica y concreta» son rápidamente distanciadas como formas simbólicas. Pero el engaño -aun el cuasi engaño del «fingimiento»- tiende al efecto contrario, la mayor proximidad posible. Buscar ilusión, la creencia y la «participación del público» en el teatro, es negar que el drama sea un arte.

Hay quienes lo niegan. Hay críticos muy serios que ven su valor esencial con respecto a la sociedad, no como la clase de revelación propia del arte, sino en su función como una forma de rito, Francis Fergusson y T.S. Eliot han tratado el drama de esta manera, y varios críticos alemanes han hallado en la costumbre de aplaudir el último vestigio de la participación del público, que es en realidad el privilegio perdido del público. Hay otros que consideran el teatro, no como un templo, sino básicamente como un salón y exigen que el drama nos complazca, nos ilusione por un rato e incidentalmente nos enseñe moral y el «conocimiento del hombre».[...]

Nos encontramos aquí con dos teorías dramáticas extremas; y la teoría que sustento -que el drama es arte, un arte poético de modalidad especial, con su propia sión de la ilusión poética que gobierna todos los detalles de la obra ejecutada-, no se encuentra entre estos extremos. El drama no es ni ritual ni un negocio de espectáculos, aunque puede ocurrir dentro del marco de cualquiera de ellos; es poesía. Que no es ni una especie de circo ni una especie de iglesia”. (Sentimiento y Forma, UNAM, México 1967, p. 298-300.)

¿Cómo contemplamos lo bello?

En sentido genérico el sentimiento estético es, la sensación de agrado que produce la contemplación de un objeto bello. En sentido estricto, y ateniéndonos al origen histórico de la expresión, la manera como la filosofía alemana del s. XVIII explica el objeto propio de la estética: la emoción estética, o percepción de lo bello, o la manera como se contempla lo bello.

A.G. Baumgarten, fundador de la estética, inicia la serie de autores que hacen del sentimiento subjetivo causado por la contemplación de un objeto bello el fundamento mismo de la estética, que no se apoya ahora, como en el platonismo y el racionalismo en general, en una participación por el objeto de una Belleza o una perfección ideal y exterior al objeto; si acaso, es el conocimiento oscuro de una perfección. La estética se vuelve autónoma, y el sentimiento estético, que es ciertamente percepción sensible, no se confunde con el conocimiento y va siempre unido a una satisfacción o placer. La belleza se siente más que se entiende. Kant, añade al sentimiento subjetivo la necesidad que aporta el «gusto», la capacidad de juzgar lo bello, o el «juicio del gusto», el enunciado que pronunciamos mentalmente al considerar que algo es bello. Para Kant, la estética no es una ciencia, porque sólo hay ciencia de lo que es conocimiento, y el gusto estético es un «estado de espíritu» que se corresponde con el «libre juego» de imaginación y entendimiento, no siendo la belleza, si se prescinde del sentimiento, nada en sí.

La apreciación didáctica ante lo sublime

La apreciación sublime es una experiencia estética, distinta de la de lo bello, que implica un sentimiento asociado a actitudes, formas artísticas y literarias, grandiosas, excelsas o muy elevadas. El concepto de lo sublime aparece ligado a la noción de entusiasmo y a la locura buena en Platón, quien en el Fedro señala la relación entre dicha locura y la inspiración de las musas, e insiste en la vinculación entre la buena locura, el entusiasmo y la preexistencia de las almas. Pero la noción de lo sublime entendido como vinculado a lo grandioso en general y a un «alma grande» en particular, aparece en un texto del siglo I titulado Acerca de lo sublime, atribuido erróneamente al  pensador del siglo III Longino (que a veces se le ha identificado como Dionisio de Halicarnaso), y que durante el siglo XVII, gracias a la traducción que de él hizo Boileau, tuvo mucha influencia en el pensamiento estético. Según esta obra clásica, lo sublime procede, bien debido a la nobleza de las acciones, generalmente de las heroicas o de aquellas que comportan un fuerte sacrificio, bien de cierta fuerza del discurso que es capaz de elevar el alma, bien debido a la grandeza del pensamiento expuesto. En general, lo sublime se asocia generalmente a ciertas manifestaciones de la belleza artística, aunque en mayor medida a la grandeza de la naturaleza, o al comportamiento moral completamente íntegro. En cualquier caso, según esta concepción, lo sublime en el ámbito literario no depende tanto del seguimiento de unas reglas formales como de la libre expresión de aquella locura interior de la que hablaba Platón.

En Aristóteles (Poética, 14,1453b), la relación entre lo bello y lo sublime ya estaba implícita pues, para el estagirita, la tragedia engendra una forma de placer que nace de la piedad y del terror de las situaciones que presenta (lo que equivale al efecto de la catarsis). Así, a la asociación con el placer, se le une la que lo empareja con ciertas formas de angustia o de terror. Hume destacó (en sus Ensayos morales y políticos de 1741) la aparente paradoja de esta asociación entre belleza, placer, terror y ansiedad y, a partir de él, Edmund Burke (1729-97), en su Investigación sobre el origen de las ideas de lo bello y lo sublime (1756), afirmó que, mientras la belleza nace directamente del placer, lo sublime procede del instinto de conservación, del miedo y del dolor pero, a su vez, este dolor puede producir una forma de  placer en la medida en que el alma se libera del peligro.

Importante es el tratamiento que efectúa Kant de este concepto, que estudió fundamentalmente en dos textos, en Lo bello y lo sublime (1764), en el que reproduce en buena parte los argumentos de Burke (fundamentalmente de tipo fisiológico), y en la Crítica del juicio (1790), libro en el cual trata con más rigor esta noción, y quiere superar el tratamiento anterior y acercarlo a su filosofía trascendental. Según Kant lo sublime tiene dos componentes distintos que dan lugar a dos formas distintas: lo sublime matemático, basado en la aprehensión de una magnitud desmesurada, que está más allá de las proporciones de la sensibilidad humana, y lo sublime dinámico, que procede de una potencia aterradora. En ambos casos, el sentimiento de poder superar esta desproporción y el poder trascenderla es lo que provoca el gozo asociado a lo sublime. Según Kant, tanto lo bello como lo sublime surgen a partir del juicio del gusto, pero mientras lo bello surge de la relación entre la sensibilidad y el entendimiento, lo sublime surge de la relación entre lo sensible y la razón.

La esencia de lo bello se halla en la forma del objeto y, por tanto, tiene una limitación. En cambio, lo sublime es lo informe en tanto que va asociado a lo infinito, puesto que la naturaleza supera la facultad humana de comprensión. Por eso, en la perspectiva trascendental kantiana, lo sublime no se halla en el objeto contemplado sino en el sujeto que, por medio de la razón va más allá de los límites de la sensibilidad (es decir, los límites de lo fenoménico) y, mediante una emoción propia de la naturaleza humana, obtiene el conocimiento de su superioridad. Lo sublime (a diferencia de lo bello, que se halla en el objeto) solamente se da en el acto de aprehensión didáctica: no existen objetos sublimes, sino que lo sublime se encuentra en el sujeto. En este sentido es un acercamiento no conceptual (sino emotivo) al mundo nouménico, que evita las contradicciones dialécticas descritas en la dialéctica trascendental. Por medio de lo sublime el sujeto accede a los más grandes sentimientos espirituales que son manifestación del carácter libre del hombre frente a la naturaleza, por grandiosa que ésta se nos presente ya que, aunque lo desproporcionado de los actos o de las situaciones que engendran el sentimiento de lo sublime nos manifiestan nuestros propios límites, nuestra capacidad racional se sobrepone a ellos, siente su superioridad y desvela nuestro destino como seres morales.

Por esta trascendencia de lo fenoménico y el correspondiente acercamiento de lo sublime al mundo nouménico, Schiller (en sus  Ensayos sobre lo sublime), siguiendo la senda kantiana, también sitúa lo sublime en un ámbito intermedio entre la estética y la ética, y distingue entre lo sublime teórico (opuesto a los condicionantes del conocimiento sensible)  y lo sublime práctico (vinculado con la acción). También a la manera kantiana Schelling lo considera como expresión de la presencia de lo infinito en lo finito. Por su parte, Schopenhauer (El mundo como voluntad y representación) concibe lo sublime como manifestación de las fuerzas de la naturaleza regidas por la ciega voluntad  sin sentido. En la estética posterior la noción de lo sublime (cuya condición estética fue negada por Croce) fue retomada por G. Santayana en su El sentido de la belleza (1896).

El arquetipo como modelo o forma ideal en la estética

Según Platón, las ideas son los modelos originarios eternos o arquetipos de todas las cosas, la causa de que podamos conocerlas y la causa, a la vez, de las cosas conocidas. Platón, no obstante, usa más bien el término paradigma (República, VI, 500e; Timeo, 28c). Esta concepción pasó, a través del neoplatonismo, a la filosofía de San Agustín y a la Escolástica, para la cual los arquetipos son las formas ejemplares de todas las cosas, y son las ideas que están en la mente de Dios.

Locke, en su teoría empirista del conocimiento, denomina arquetipos a las fuerzas naturales, las ideas simples y las ideas complejas tomadas como modelos para medir la adecuación de las otras ideas y Berkeley retoma, en cierta forma, la noción escolástica de los arquetipos como ideas contenidas en la mente divina. En Kant y el idealismo alemán el intellectus archetypus designa la inteligencia divina poseedora de una intuición intelectual, opuesta a la inteligencia discursiva humana que no es la causa de sus representaciones.

En estética este término se relaciona con la noción de prototipo o forma ideal. El arquetipo se hace visible a través de sus réplicas o copias, es decir, las obras, que son su manifestación o epifanía. En la variante psicoanalítica instaurada por Jung, los arquetipos son modelos de origen arcaico que constituyen el contenido del inconsciente colectivo y forman, en el seno de estructuras invariantes, el nexo de unión de los símbolos, los mitos, las creencias religiosas y mágicas. A través suyo, el inconsciente del individuo se religa con el inconsciente colectivo en el que hallan sedimentados dichos elementos míticos, simbólicos y religiosos. La influencia de los arquetipos sobre la vida psíquica es equivalente a la de los instintos en el plano biológico. De entre los arquetipos fundamentales Jung destaca:
a) la sombra, el hermano oculto o la «cola de saurio»,  que representa los aspectos más salvajes y ancestrales que todo ser humano lleva oculto en su interior.
b) El ánima en los hombres y el animus en las mujeres, fruto de las tendencias sexuales reprimidas: el ánima es todo lo que de femenino hay en los varones, mientras que el animus es todo cuanto de masculino hay en las mujeres.
c) El mago o Gran Saber, causante de los delirios de grandeza.
d) La madre arquetípica y el padre arquetípico. La primera representa la entidad nutricia y protectora idealizada que se simboliza mediante la Tierra fecunda, la cana protectora u otros símbolos que incorporan elementos propios de los sentimientos de protección, fecundidad o alimentación. El padre arquetípico representa la autoridad, el poder y el mando, y generalmente es simbolizado por el rayo, el trueno o, en general, por las diversas fuerzas de la naturaleza.

La apariencia como realidad y característica estética

Conocimiento inmediato de una cosa a través de lo que nos llega por los sentidos, al que atribuimos sólo un valor aproximado y relativo respecto de lo que aquella cosa es en dad, que sólo se alcanza tras un atento examen de la misma o un conocimiento de nivel superior. La apariencia se considera clásicamente conocimiento incompleto y superficial, en contraposición a la realidad, o conocimiento verdadero y profundo, y la distinción suele hacerse tanto en la vida ordinaria, como en la reflexión filosófica y en el enfoque científico. De alguien decimos que no es en realidad lo que parece ser o, en general, que las cosas no son lo que parecen a simple vista, relacionando lo aparente con la experiencia de la percepción, y significando que llegar al fondo de la realidad supone una consideración más atenta y reflexiva de lo que hacemos normalmente. La historia de la filosofía es, en buena medida, la serie de preguntas y respuestas, hechas desde diversas perspectivas, acerca de qué es verdaderamente la realidad, o de qué es lo aparente y qué lo real y en qué estriba la diferencia entre una y otra cosa. La filosofía comenzó entre los presocráticos como investigación de la verdadera sustancia -el elemento primero, la physis- que se manifestaba a través de la diversidad de lo múltiple y que daba razón de su constante cambio. A quienes se dedicaron a esta actividad reflexiva los llamó Aristóteles «los primeros que filosofaron». El mito de la cana de Platón es una alegoría de la condición en que se hallan los hombres, que, apegados a lo sensible, tendemos a confundir lo aparente con lo real, y del hecho de que sólo la adquisición del auténtico saber, a través de un ascensión dialéctica, nos da a entender que «conocer» consiste precisamente en no confundir la oscuridad con la luz y en saber distinguir la sombra o copia de la realidad de que depende. La metafísica, rama principal de la filosofía a todo lo largo de su historia hasta que entró en crisis con el período de la Ilustración, ha consistido tradicionalmente en el intento de explicar la razón de la diferencia entre apariencia y realidad y la causa de esta dicotomía. El racionalismo ha puesto de relieve que sólo por la razón conocemos en realidad las cosas, aun las sensibles, mientras que el empirismo ha destacado que sólo lo sensible es objeto de verdadero conocimiento. Con la filosofía crítica de Kant, que funde racionalismo y empirismo en una misma actividad de conocimiento (trascendental), remite la oposición entre apariencia y realidad y se produce un cambio radical de perspectiva al hacer definitiva la distinción entre fenómeno (apariencia) y cosa en sí: no es que sean engañosas las apariencias, es que son el único objeto posible de conocimiento de la razón teórica; lo en sí está más allá de nuestro conocer y sólo puede ser pensado o alcanzado por la razón práctica. A partir de este momento, la metafísica indaga, más que en la realidad situada más allá de la experiencia, en la posibilidad de conocer la experiencia. No faltan tampoco sistemas filosóficos que inviertan la relación apariencia-realidad, reduciendo a la primera todo el posible alcance del entendimiento humano y el verdadero sentido de lo que se entiende como real; así hace Nietzsche, por ejemplo.

En teoría del arte, la apariencia no se opone como una percepción incompleta al objeto bello que pudiera estar más allá de ella; la apariencia es la característica estética. Lo bello es apariencia, imagen, forma que se percibe inmediatamente por los sentidos y el arte no busca otra realidad más allá de la apariencia, a la que exalta y cultiva.

El recurso de la imaginación  y la fantasía

La imaginación es la capacidad de construir imágenes mentales a partir de, y en relación mediata con, las percepciones, si se trata de la imaginación reproductora, o simplemente capacidad de crear libremente imágenes relacionadas con la sensibilidad, si se trata de la imaginación creadora. A esta última se la llama también «fantasía».

En la historia de la filosofía, a la imaginación se la relaciona con el conocimiento. Platón no la distingue de la sensación, o conocimiento por imágenes, y le da el nombre de suposición, primer grado de conocimiento sensible en la metáfora de la línea. Aristóteles, que la denomina phantasía, la distingue tanto de la sensación como del pensamiento discursivo, la constituye en acompañante obligado de todo conocimiento y la considera capaz de error. Hobbes la define como una «sensación degradada» y la divide en simple y compuesta. Descartes la constituye, comparada con la intelección, en una facultad cognoscitiva de segundo orden, vinculada a lo sensible, lo cual genera a su respecto una postura de desconfianza tradicional en el racionalismo ,  que aumenta cuando se la identifica, como imaginación productora, con «la loca de la casa», la fantasía. En Hume desaparece esta desconfianza y hace de la imaginación la fuente misma de las ideas simples y complejas. Kant, que la define como capacidad de intuir sin objeto presente, distingue entre imaginación reproductora y creadora o productiva, y asigna a esta última su propia función trascendental en el conocimiento sensible: la de procurar la síntesis, o conjunción, entre lo sensible y los conceptos asocia, además, la imaginación productiva con la estética. El romanticismo, que hace de esta facultad unificadora y creadora, que recompone la realidad de una forma libre, una forma de conocer superior a la razón y al entendimiento, tiene que  con los planteamientos kantianos, e idealistas en general, de imponer a la naturaleza nuestra propia subjetividad. En la filosofía contemporánea, Sartre critica la desconfianza tradicional respecto de la imaginación, y en La imaginación (1936) y Lo imaginario (1940), inspirándose en la fenomenología de Husserl, la considera algo intermedio entre la percepción y el pensamiento. Lo «imaginario», es el mundo de la imaginación, constituido por objetos creados por la «conciencia imaginante», que tiene no sólo capacidad de representarse un objeto ausente como presente, sino también la de poder crear objetos irreales, un mundo irreal o un «antimundo», cuyo sentido es ser la negación del  mundo real; con ello expresa la conciencia su libertad respecto de lo real.

La objetividad en el buen gusto

El gusto o sistema gustativo, es uno de los cincos sentidos externos, o exteroceptivos, cuyo órgano sensorial está formado por las papilas gustativas (quimiorreceptoras) situadas en el epitelio mucoso de la lengua (en punta, lados y parte posterior) y el paladar blando, que por contacto con alguna sustancia en solución producen los «sabores». Los sabores primarios son las sensaciones básicas del sentido del gusto: dulce, ácido, salado y amargo. La percepción del gusto está muy relacionada con la del olor; muchos sabores dependen de los olores. Los impulsos nerviosos que parten de las células gustativas se transmiten al tronco del encéfalo, tálamo y corteza cerebral.

El gusto también es la capacidad de apreciar, o juzgar, lo artístico, lo estético o lo bello. Desde el s. XVIII, los autores que introducen las primeras teorías propiamente estéticas la vinculan con el sentimiento, facultad que consideran autónoma e independiente del entendimiento; el sentimiento estético puede definirse vagamente, aunque característicamente, con la expresión que emplea el Padre B. Feijoo (1676-1764), como la capacidad de captar «el no sé qué» (título también de un ensayo suyo) de los objetos bellos. Como el carácter subjetivo del sentimiento hace del gusto un fenómeno totalmente subjetivo y esto contradice la posibilidad de hablar de un gusto general o universal, como el que supone el arte clásico, por ejemplo, Kant (Crítica del juicio) identificó el gusto con el juicio del gusto y éste con el juicio estético. El gusto, sentimiento de lo bello, es un juego, o una armonía, entre imaginación y entendimiento: es una experiencia universalizable de los objetos sin recurrir a conceptos, idea que interpreta como una comunicación obtenida por medio del sentimiento; como que no se trata de una comunicación de hecho, sino de la posibilidad de comunicación entre muchos por medio del sentimiento, se trata también de una capacidad a priori, y por eso el gusto es universalizable. Lo bello nos agrada, y por esto es subjetivo («sobre gustos no hay nada escrito»), pero al mismo tiempo, su percepción va acompañada del juicio de que ha de gustar a todos, o de que hay gustos equivocados («hay gustos que merecen palos») y en esto es objetivo u objetivable.

Que el gusto sea universalizable hace posible no sólo el ejercicio del juicio estético, el gusto, sino también el juicio crítico del gusto, el oficio del juicio estético, la crítica estética. A la comunicabilidad se añade la expresión de lo bello en obras de arte sometidas a una forma estética, y el conjunto puede ya analizarse en conceptos, como un contenido objetivo. La crítica puede, además, transformarse, si se utiliza con sentido común, de forma reflexiva y responsable, en criterios del gusto; la adhesión a ellos constituye el «buen gusto».

Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, usó inicialmente para calificar las manifestaciones artísticas: lo apolíneo (que toma como modelo el dios Apolo) representaría el ideal de belleza y de las formas acabadas, la luz y la medida y lo dionisíaco (que toma como modelo el dios Dioniso) representaría la desmesura, el arte inacabado que se expresa fundamentalmente en la música. Pero, más allá de esta primera oposición se revelan otros caracteres de lo apolíneo y lo dionisíaco. Lo apolíneo, además de la medida y el orden, representa también el principio de individuación que tiende a limitar al individuo encerrándolo en sí mismo, y se expresa fundamentalmente en las artes espaciales, más estáticas y acabadas: la arquitectura y la escultura. Lo dionisíaco representa la tendencia a la fusión con la naturaleza para hallar la plenitud, y Dioniso es la encarnación de los procesos siempre renovadores: el dios de la desmesura, pero también del renacer, del cambio eterno a la vez que el dios de la unidad del universo, y se expresa especialmente a través de la música y la poesía lírica, artes temporales, pues una vez se han oído o sentido ya no están ahí. Pero ambos polos se necesitan mutuamente, y mutuamente se estimulan: la medida y la desmesura son la esencia no sólo del arte griego, sino de todo verdadero arte. En la pugna entre ambos, los dos salen victoriosos y su expresión más acabada es la tragedia griega de Esquilo. El mito trágico simboliza la sabiduría dionisíaca expresada con los medios apolíneos. En El nacimiento de la tragedia, Nietzsche rastrea los orígenes del arte y la civilización helénica, y arremete contra la idea extendida de una armonía previa representada por la calma de los dioses Olímpicos: se vivía más bien el furor de los titanes, el castigo de Prometeo, la maldición de Edipo, etc., pero atemperados por el ideal de mesura de lo apolíneo, el mismo ideal que transformaba las fiestas orgiásticas en auténticas fiestas nada bestiales o bárbaras, y que representan el despertar del arte en comunión con la naturaleza o la voluntad de vivir. Pero esta unidad se á truncada por la traición de Sócrates (que entre los autores de tragedias es representado por Eurípides), al poner la vida en función de una hipotética razón, en lugar de poner la razón en función de la vida. La disociación de estos valores está en la base de la cultura occidental, que nace justamente a partir del sometimiento de la vida a la razón, de lo dionisíaco a lo apolíneo, o mejor dicho, de la disolución de ambos aspectos, ya que en la cultura antigua estos dos aspectos son correlativos. Pero a partir de Sócrates, que -según Nietzsche-, es el artífice de este intento de sometimiento de la vida a una razón disociada de ella, se produce una inversión, de forma que, a partir del socratismo, se inicia la decadencia consistente en pensar que la voluntad y la libertad han de coincidir con el logos y estar fundadas en él. Esta inversión (poner la vida en función de la razón en lugar de poner la razón en función de la vida) marca la decadencia: la instauración de una racionalidad a costa de los valores vitales. Al hacer esto, la cultura occidental ha puesto el mundo real del devenir en función de un falso mundo estático y suprasensible, ha convertido lo real en copia de una realidad «más verdadera». De esta manera, la unidad se rompe en favor de lo apolíneo, pero de lo apolíneo desnaturalizado, en un proceso que se consolidará con el platonismo y con la forma vulgarizada de éste que es el cristianismo. (En el Crepúsculo de los ídolos, Nietzsche retoma esta distinción y declara que tanto lo apolíneo como lo dionisíaco son dos formas de embriaguez necesarias, de manera que no infravalora lo apolíneo ante lo dionisíaco, como a veces se ha sustentado. Además, a partir de la inversión de los valores efectuada por el racionalismo socrático, se ha falseado la visión de la cultura antigua y, en general, de la historia, que se ha interpretado a través del prisma decadente acentuado por la tradición platónica y judeocristiana. Estos dos conceptos representan también las dos tendencias que anidan en los hombres, pero sólo aquellos que sepan aunarlas lograrán la dimensión artística en su propia vida, situándose más allá del bien y del mal. De esta manera, la reflexión estética aparece como modelo de la reflexión filosófica, y la crítica al falseamiento de la visión del mundo antiguo puede entenderse también, en clave contemporánea, como una crítica al historicismo del siglo XIX, así como una crítica a la disociación entre ciencias de la naturaleza (de corte positivista) y ciencias del «espíritu».
(Cfr.: Friedrich Nietzsche: “El significado de lo apolíneo y lo dionisíaco”. Crepúsculo de los ídolos, Alianza, Madrid 1984, 7ª, p.92.)

La estética trascendental como modelo de estructurar el conocimiento

La estética trascendental parte de la Crítica de la razón pura, de Kant, que estudia las condiciones a priori del conocimiento sensible. Todo conocimiento comienza con la experiencia y la sensibilidad es la primera capacidad de conocer. Por tal se entiende nuestra capacidad de ser pasivamente receptivos ante lo que nos llega  a través de nuestros sentidos internos y externos mediante ella, se nos dan objetos  y aunque todo objeto  está  destinado, en los humanos, a ser pensado, no hay objeto posible de conocimiento sin referencia a la sensibilidad.  El resultado del conocimiento a través de la sensibilidad es la intuición sensible. Ser pasivamente receptivo ante algo supone necesariamente «sentir» ese algo en la medida en que uno está capacitado para ello; no sentimos en  nuestra sensibilidad las cosas tal como son, sino tal como somos capaces de sentirlas. La capacidad depende de determinadas condiciones empíricas, adecuadas al caso y a las circunstancias, y de otras absolutamente necesarias y universales. Para ver, es necesario que haya luz y un organismo preparado con el órgano de la visión, entre otras cosas; y éstas podrían considerarse condiciones empíricamente necesarias. Pero, para que pueda existir cualquier intuición sensible, para poder recibir algo como objeto percibido, son necesarias otras condiciones exigidas por la misma sensibilidad humana. La más importante de ellas  es  que la percepción ocurra en un espacio y un tiempo determinados, pues nada se percibe fuera del espacio y del tiempo, o nada que no sea espaciotemporal puede ser  percibido.

Afirmar que todo conocimiento sensible  externo se produce en el espacio y en el tiempo es uno de los juicios sintéticos a priori con que comienza nuestro conocimiento del mundo exterior; así como lo es también, dicho preferentemente pero no únicamente del mundo interior, que todo conocimiento sensible interno se produce en el tiempo. El conocimiento comienza, pues, con la sensación, pero no todo lo que conocemos proviene de la sensación. En lo conocido por la sensación, el fenómeno, Kant distingue una materia y una forma. A la materia corresponde todo cuanto es empírico; la forma es la manera  como puede conocerse lo que es empírico. La forma no es sensación, sino una condición -trascendental: necesaria y para todo caso, porque es exigencia de la mente- de la sensación; por ello es a priori.

La mímesis o imitación como representación artística

En general, este término se utilizaba en la antigua Grecia para designar la representación teatral por los mimos (actores). Pero esta noción adquirió un carácter central en la reflexión filosófica, especialmente a partir de Platón, y desde entonces ha sido uno de los conceptos centrales de la estética, al menos hasta finales del siglo XVIII. La noción de mímesis posee para Platón connotaciones un tanto peyorativas: lo imitado es sólo una imperfecta copia o sombra (así lo declara en el famoso mito de la caverna). También en la República (595 c y ss.) sustenta que los artistas son meros imitadores de la naturaleza, pero en sus obras no plasman la auténtica esencia de las cosas, por lo que sus obras son inferiores a los originales. Ahora bien, a su vez, estos originales imitados por el artista son meras copias de las ideas o verdadera realidad. Por tanto, el arte es imitación de una imitación, y se limita a ser una forma de mímesis que crea imágenes de las cosas. Platón, no obstante, distingue entre la imitación fiel (mímesis icástica) de la imitación fantástica que crea copias ilusorias del mundo y que caracteriza plenamente el arte de los sofistas. Atendiendo a esta distinción, en el Timeo (39e, 44a-50c) declara que, en cuanto que lo sensible es mímesis de las ideas, es justamente esta mímesis icástica la que confiere valor al mundo sensible y lo constituye como un cosmos ordenado, ya que el demiurgo, entidad intermedia entre las ideas y la materia, ordena ésta imitando el modelo o paradigma de las ideas. Esta concepción positiva de la mímesis será la que perdurará en el neoplatonismo de Plotino, para quien el arte también puede captar la esencia de las cosas y deja de tener las connotaciones peyorativas que Platón le otorgaba. Para Aristóteles, que critica la noción platónica de participación y la pitagórica de imitación, todo arte es mímesis o imitación de la naturaleza, pero no solamente en un sentido de reproducción de sus rasgos externos, sino que puede ser representación de aspectos del carácter, pasiones o acciones de lo existente. De esta manera, para él, la noción de mímesis significa más esta representación que la mera imitación, y caracteriza las artes productivas (poesía, tragedia, comedia y música), pero también a todas las artes en general. Así, el arte o la técnica culinaria, por ejemplo, representan una parte de las funciones naturales, pues la cocción de los alimentos anticipa una parte de la digestión. Esta concepción de la mímesis como un obrar semejante a la naturaleza (más que como mera imitación) es la que tendrá su gran influencia en la historia de la estética. Además, en el pensamiento aristotélico, esta noción se relaciona con la de catarsis. Según esta concepción, la tragedia, por ejemplo, produce placer porque es imitación (mímesis) de los hechos que producen miedo o compasión. Aunque el objeto imitado en la tragedia pueda ser desagradable, el placer de contemplar la imitación provoca el placer de la catarsis al superar el desagrado, ya que la situación no es real. Este placer estético es posible porque, según Aristóteles, la experiencia estética es de índole cognoscitiva.

La función alegórica en la concepción estética

Etimológicamente significaría, pues, un hablar o un decir con términos propios de otro). Se la ha definido como una metáfora continuada en la que se expresan ideas mediante imágenes, pero en la que predomina un aspecto más intelectual que en la mera metáfora. Por ello, se opone también al símbolo. En la alegoría predomina el aspecto de un doble sentido, en el cual, el verdadero debe ser descubierto más allá de su aspecto manifiesto, y se expresa mediante representaciones en las que lo particular significa lo universal. El símbolo, en cambio, es una síntesis entre lo universal y lo particular, en la que no cabe ningún reduccionismo de lo universal a lo particular ni viceversa. Esta oposición entre alegoría y símbolo la desarrollaron los autores románticos y, en especial, Goethe, Schiller, Schlegel y Schelling.

En la perspectiva de la interpretación de las sagradas escrituras, la hermenéutica efectuada por Filón de Alejandría, y especialmente por Orígenes, se basaba en el método alegórico, que quiere descubrir, más allá de la literalidad del texto, las verdades permanentes. Así, los textos sagrados no deben entenderse literalmente, sino que deben ser interpretados alegóricamente. Este recurso a la interpretación alegórica existía ya en la tradición griega, especialmente entre los estoicos, y la alegoría misma fue usada por Platón, por ejemplo, en la famosa alegoría de la cana (texto conocido también como mito de la cana). En la Edad Media dicho método alegórico se utilizaba también para la interpretación de la función del arte, en general, y de la poesía, en particular que, además, tendía a expresarse alegóricamente. De hecho, uno de los ejemplos más acabados del uso de la alegoría en la literatura lo proporciona la Divina comedia de Dante. En la estética moderna, en cambio, bajo la influencia de los autores románticos mencionados, se rechaza que la alegoría deba expresar conceptos bien definidos ya que, si bien es cierto que surge de una correlación entre imágenes y conceptos, esta correlación, por una parte, es meramente arbitraria y, por otra parte, si la alegoría tuviera que atenerse de manera fija a un corpus de esquemas conceptuales definidos, perdería toda su función estética.

La estética como ciencia del espíritu y la sensibilidad como experiencia vital

La estética como ciencia del espíritu es una expresión que se debe a Dilthey, quien la utiliza para diferenciar nítidamente entre aquellas que tienen por objeto el conocimiento de la naturaleza, y que se denominan ciencias de la naturaleza, y aquellas otras, como la psicología, la historia, el derecho, la estética, etc., cuyo objeto de estudio es el mundo histórico y social, en que se desenvuelve específicamente el ser humano. El método de estudio requerido por unas y otras es distinto, dado que en las primeras lo que se estudia son regularidades exteriores a la mente o al hombre, regidas por el principio de causalidad, mientras que en las segundas, en las ciencias del espíritu, lo que se estudia es, en definitiva, el mismo espíritu humano, o sus manifestaciones, regidas por el principio de finalidad o intencionalidad. Por ello el método adecuado de las ciencias del espíritu es la comprensión.

La sensibilidad es la facultad de percibir sensaciones, o de percibir mediante los sentidos. Significa también la intensidad con que se capta un estímulo sensorial: la sensibilidad absoluta la determina el umbral de percepción; la relativa, el umbral diferencial. Entendida en un sentido general, es la capacidad afectiva o emotiva. De entre los múltiples tipos de sensibilidad, se distinguen especialmente tres: la sensibilidad visceral o interoceptiva, que capta las sensaciones de origen interno, como por ejemplo la de bienestar o malestar, de hambre, sed, ansias de orinar, etc.; la sensibilidad propioceptiva, que capta las sensaciones de posición, movimiento y equilibrio del propio cuerpo (a veces, esta sensibilidad, así como la cenestesia se catalogan como sensibilidad visceral, y la sensibilidad exteroceptiva, que capta las sensaciones que provienen del exterior a través de los sentidos receptores.

Esta última noción es la que, en el terreno más estrictamente filosófico, ha dado origen a la idea de sensibilidad, entendida como facultad de conocer distinta de la del entendimiento. Kant, que desarrolla una teoría específica sobre la sensibilidad, la concibe como capacidad de recibir objetos en los sentidos mediante la sensación. Es el sentirse pasivamente afectado por las cosas; a ella responde de un modo activo y espontáneo la facultad de pensar, llevada a cabo por el entendimiento. La filosofía trascendental de Kant dispone para la sensibilidad también elementos a priori, encargados de hacer posible la intuición de los objetos: el espacio y el tiempo ( cita). Clásicamente se ha interpretado que la sensibilidad es una facultad inferior y subordinada a la propiamente humana del entendimiento. A partir del s. XVIII, con el despegue de la sensibilidad estética, se produce una reacción en contra del racionalismo del siglo anterior. A. Baumgarten, uno de los primeros teóricos de la estética como ciencia, la define aún como la «ciencia del conocimiento sensible o gnoseología inferior». Pero, a lo largo del s. XVIII, las sucesivas teorías de lo bello y del gusto en Inglaterra, Francia y Alemania, basadas en la teoría de los sentimientos de los empiristas ingleses, y sobre todo las teorías estéticas del romanticismo del s. XIX, intentan superar la oposición radical entre razón y sensibilidad, establecida por Kant. Las llamadas filosofías de la vida, de mediados del s. XIX y comienzos del XX, son una apelación a la sensibilidad bajo la forma del sentimiento y la experiencia vivida.


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La belleza es un asunto que no es un capricho femenino ni una cultura machista, es un asunto biológico generado por hormonas que busca agrandar los ojos y reducir las mandíbulas, son señales biológicas que se buscan en todas las culturas.
El cerebro sufre una influencia hormonal en el útero en la tercera semana de vida embrionaria que condiciona un sexo determinado, eso influye lo que más tarde se considera atractivo para la vida.
La psicobiología estudia la percepción de la belleza, la pasión por la belleza no es un capricho puntual, es un instinto básico que está dentro del cerebro, parte de nuestra naturaleza básica, los hombres y mujeres sienten una atracción usualmente sobre el sexo opuesto, y está en nuestro cerebro desde el comienzo de la vida. Lo que buscamos son características atractivas en el sexo contrario, a los hombres les gustan las caras con niveles bajos de testosterona, que es la hormona sexual masculina, la mujer atractiva tiene la mandíbula inferior corta, ello es un índice de bajo nivel de testosterona, y también de grandes niveles de estrógenos que es la hormona sexual femenina como por ejemplo los grandes labios, ello indica una gran fertilidad, son marcadores hormonales con alta fertilidad. Una proporción entre cintura y cadera de 0,7 es otro de los índices de fertilidad. Una melena larga y seductora es otro indicador, debido a que la salud es parte de la fertilidad, debe tener una piel bonita, eso es muy atractivo para las personas de ambos sexos.
A los dos meses ya se sienten atraídos los bebés por caras normales y corrientes, pero al entrar en la adolescencia les atraen caras con facciones más acentuadas, una mujer prefiere la cara de un hombre más masculina y a la inversa le sucede a los hombres, las características fisiológicas masculinas y femeninas aparecen en el sexo opuesto porque del hombre dice un buen sistema inmunológico y de la mujer fertilidad, Las mujeres van a mezclar sus genes con ellos, y con unos buenos genes sus hijos sobrevivirán por lo que deben encontrar hombres que tengan altos niveles de testosterona, y sus facciones masculinas son un indicio de ello.
Durante la pubertad con la producción de estrógenos aparecen elementos de fertilidad, el rostro femenino varía en función de ciertos parámetros, todos vemos unos criterios de la belleza facial, puede ser culturales o patrones universales impresos en nuestro código genético. Los hombres se decantan por la cara más femenina: ojos grandes, nariz pequeña, labios gruesos, pómulos marcados, son resultado de la pubertad como la producción de estrógenos, indicadores de fertilidad, en el sexo femenino no fue tan unánime, variaban en función de ciertos parámetros, a largo plazo escogían cargas afeminadas, ya que indicaban más ternura y confianza, pero los rasgos más masculinos como mandíbula ancha eran los más adecuados para tener un desliz. En el ciclo menstrual también sentían mayor atracción por rasgos masculinos, pero ello se mermaba al superar esta fase de máxima fertilidad.
La percepción de la belleza es un producto del cerebro más que una opción personal, la belleza es un patrón innato construido durante millones de años y que responde a una necesidad biológica, la de perpetuarnos. La actividad sexual de la mujer está determinada por la fase del ciclo menstrual, pero además estas mujeres eligieran una cara u otra dependiendo del cociente digital. Depende de en qué medida el cerebro haya sido afectado por las testosterona presente en el útero,  alrededor de la tercera semana de la vida embriológica, ello se puede determinar midiendo los dedos, el cuarto dígito crece más cuanto mayor sea la cantidad de testosterona a la que se ha sido expuesto en el útero, y por tanto se será menos femenino, las mujeres con un cuarto dígito corto se sienten atraídas por un hombre más masculino, cuando existe un alto riesgo de embarazo. En los primeros meses de la vida se producen unos movimientos hormonales que son responsables de que en una mano el dedo anular o cuarto sea más largo que el dedo índice, en los hombres la relación entre sus dos dedos es inferior a uno, en cambio las mujeres es más de uno, en las mujeres los dos dedos son muy parecidos. La belleza y su percepción no está desarrollado genéticamente sino que depende de la cantidad de testosterona en el útero a una edad muy temprana. Es una cuestión controvertida pero parece ser que hay muchas diferencias entre el cerebro del hombre y de la mujer como consecuencia de la exposición en el útero a la testosterona, los cerebros de los homosexuales están a medio camino entre el del hombre y el de la mujer, seguramente influye también en las preferencias sexuales que mostramos a lo largo de nuestra vida.
También es importante el efecto de la simetría y tiene relación con la fertilidad, a menos asimetrías mejor sistema inmunológico, durante el desarrollo estamos expuestos a parásitos, virus y bacterias que si se logran evitar se tiende a tener una cara y un cuerpo con más simetría, una asimetría significa que el sistema inmunológico no es bueno.
En arquitectura y el arte siempre se han preguntado los artistas cuáles son las proporciones más adecuadas  y armónicas a la vista, los egipcios conocían algo especial que daba gran belleza y armonía a sus obras, este secreto pasó a los griegos, la clave parece ser que es una proporción áurea o cociente entre la diagonal del pentágono y un lado, la divina proporción ha resultado ser una regla geométrica para alcanzar los ideales de belleza y geometría, está en muchos y variados lugares y no todos ideados por el hombre, un ejemplo de ello está en nosotros mismos. En nuestro cuerpo, desde la base hasta el ombligo, dividido entre la distancia del ombligo hasta la parte superior de la cabeza, nos da el número fi, así como entre el brazo y antebrazo, esto fue descubierto por el arquitecto Vitrubio, y el dibujo de Leonardo Da Vinci  es un ejemplo. Otras obras de arte han sido realizadas a partir de la proporción divina, también se ha utilizado en partituras musicales de Mozart y Beethoven, en arquitectura, en pintura, en la naturaleza en la proporción entre los segmentos de muchos insectos, en divisiones celulares o en la disposición de las pipas de las flores de los girasoles.
Para los hombres parece ser que también resulta rentable ser guapo, la belleza facilita la búsqueda de trabajo, facilita la toma de decisiones y la benevolencia en los juicios, hay sentencias más cortas y con más frecuencia los atractivos no son declarados culpables en sentencias judiciales, los guapos encuentran trabajo con más facilidad, no es justo pero es lo real. La gente guapa la percibimos como más inteligente, nos rendimos ante la belleza, se les abre las puertas, somos más benévolos, les permitimos que cometan errores. La gente prefiere hombres delgados y altos, ello arrancar el hecho de que en el pasado fuimos corredores en un clima tropical, la testosterona es la causa del crecimiento la pubertad, a mayor altura mayor exposición a los niveles de testosterona, de ahí que gusten más los hombres altos, guapos y de piel oscura. Hay razones fisiológicas que hacen que probablemente sean buenos compañeros. El color claro gusta por un índice de utilidad, ya que indica a una persona más joven. Los diseños más llamativos en los animales aparecen en la edad de reproducción sexual, en el mundo natural la belleza equivale a anunciar la reproducción sexual, el objetivo final es reproducirse, gustan los ornamentos vistosos ya que ello compromete a las defensas del cuerpo.
El día de la ovulación en la mujer aparecen mayores simetrías, los estrógenos hacen que la grasa se depositen en las caderas y no en la cintura, ello es indicador de elevada fertilidad, los pechos femeninos grandes son un símbolo misterioso exclusivamente humano, en los primates significa lo contrario, que la mujer está preñada y lactante y por lo tanto es estéril, en el hombre el pene es el más grande dentro de los primates, es un estímulo para las mujeres al igual que la altura, sólo un 3% de las mujeres se casan como hombres más bajos que ellas pero también resultan atractivos unos pectorales bien desarrollados, los hombres tienen más masa muscular que las mujeres sobre todo en brazos, pecho y hombros, ese es el objetivo de los hombres que van a un gimnasio, no obstante hace tiempo que los músculos dejaron de ser un arma vital pero seguimos teniendo comportamientos ancestrales para atraer a la mujer.
Las especies que han desarrollado la percepción del color se olvidan un poco de la percepción de las feromonas o de los perfumes, de los olores, es por esta razón que nosotros nos hemos desarrollado al igual que los primates para poder ver los colores por lo que no necesitamos percibir con tanta fuerza el olor. Los humanos perdieron el pelo de cuerpo pero lo mantuvieron en la cara y en la cabeza, en la pubertad los hombres desarrollan barba y bigote y también aparece el acné, unas glándulas se abren y segregan productos químicos hasta la barba y el bigote, ello facilita la diseminación de olores, hay pruebas algo débiles de que esto sea cierto, pero puede ser que utilicemos las feromonas como parte de nuestro sistema excitación.
La cosmética, la moda la, la cirugía estética, son elementos que hacen cambiar las señales que son formas de liberación hormonal, se precipita un cambio social en la que cada cultura tiene su belleza, la gente intenta cambiar su apariencia para parecer más atractivos, ahora puede que lo hagamos mejor, manipulamos las caras y los cuerpos con más facilidad, pero es un viejo patrón que los humanos han estado haciendo desde el comienzo de la historia.
El cerebro de los hombres se activa particularmente ante la presencia de una mujer bella, se activa un área que provoca una modificación en su comportamiento, los hombres actúan impulsivamente ante un afemina atractiva, una sola imagen influye en los centros cerebrales de la decisión, el atractivo física juega un papel importante en la toma de decisiones y las relaciones sociales, los hombres alteran la conducta en el caso de las mujeres sin embargo parecían inalterables ante hombres atractivos.
La belleza es un hecho biológico, metido en nuestro cerebro desde que somos un feto, los homínidos estamos buscando siempre unas señales de fertilidad que son las que definen la belleza, ojos grandes, nariz pequeña, labios gruesos, cintura estrecha, caderas anchas, mentón pequeño, pómulos grandes. El concepto de belleza también es cultural, hay una corteza cerebral que permite acumular conocimientos y aprendizajes vinculados a la cultura en la que vivimos, tenemos cierta capacidad de desligarnos del determinismo biológico absoluto, pero en distintas culturas la belleza ha cambiado, los parámetros han variado y eso significa que no estamos perfectamente condicionados por la biología.
La ciencia ve a los humanos como parte del mundo animal, parece que actuamos con instintos, hay un componente genético importante, no obstante que en el inicio de la percepción de la belleza estamos influenciados por la cultura, la cultura es una parte de la biología, los homínidos apreciaron el movimiento pélvico en las hembras como detalle de belleza, puede que nos volvimos bípedos para mostrar nuestros genitales y los pechos en el caso de la mujer, los tacones es poner el culo en un pedestal.
Lo biológico y lo cultural está interrelacionado, los primeros homínidos ya tenían una capacidad estética, el homo sapiens desarrolla en sus pinturas rupestres y escultura unas mujeres con unos senos y traseros exagerados, en el paleolítico superior aparecen estas figuras, mientras que antes no existían. En el lóbulo frontal del cerebro parece ser que nos lleva a la percepción de la estética, los que pintaban utilizaban un elemento de seducción más.
En el proceso filogenético, desde el ser más primitivo hasta los seres que van desarrollando una mayor corteza cerebral, los humanos inhiben los procesos básicos, por un problema de aprendizaje. Hay unas bases biológicas pero nuestra cultura nos determina. En el paleolítico es usual mostrar un rito de la fertilidad, para nosotros aquellas mujeres eran obesas sin embargo en otra época triunfan, el modelo es selectivo y adaptativo porque las mujeres obesas podían criar a su prole sin problemas. El modelo estético en la historia ha cambiado bastante, el modelo estético de belleza hoy son mujeres jóvenes, es otro vestigio biológico, si eres joven puedes procrear, no obstante el modelo estético es muy delgado, por lo que difícilmente pueden concebir hijos con facilidad. En Mauritania las mujeres más bellas son las más gruesas, exageradamente gruesas, en China eran las que tenía los pies más pequeños, el modelo cambia según las culturas y la época.
La percepción de la belleza en los hombres y las mujeres esta vez es parecido, la estatura es un marcador, sin embargo en el hombre ha sido más importante sus cualidades, su fuerza, su capacidad intelectual, menos importante para las mujeres que para los hombres ha sido el físico. Hay una inversión parental, al principio se buscaba la fertilidad y la fuerza para ir a cazar para conseguir el sustento, en el momento en que se asientan, el más feo y bajo puede tener más poder, más riqueza, la atracción se basa en otros parámetros no estrictamente biológicos, hoy  se puede ver a mujeres mayores con chicos jóvenes y eso lo vemos como extraño, cuando el caso contrario era lo habitual, se pensaba en la fertilidad. La mujer en el momento en que llega al poder también puede demostrar que siendo madura puede estar con un hombre joven, en este sentido sí que podemos decir que se están igualando los sexos.



La Ciencia De La Belleza (Capítulo REDES 319)



Nadie necesita lecciones de belleza, incluso los bebés saben reconocerla. Antes se creía que las emociones se aprendían culturalmente, sin embargo se ha demostrado lo contrario, la emoción es innata y universal, igual pasa con la belleza, no depende de los cánones culturales sino de la biología. La belleza es universal y publicita nuestra salud y fertilidad.
Nanci  Etcoff
La industria de la belleza juega con lo que es inherente al hombre, todo se reduce a la aceptación, a tratar de captar la atención de alguien. La belleza ayuda a sobrevivir. Nos percatamos de una cara atractiva automáticamente. Los niños también son sensibles a la belleza, cuando nacemos ya somos capaces de reconocer la belleza. Los niños prefieren las caras bellas a los que no lo son tanto. En una experiencia en la que a los niños se les enseña un rostro bello y otro menos bello, se codifica el tiempo que mira el niño cada cara, los bebés  miran durante más tiempo las caras atractivas. Los niños más guapos tienen más atención de sus madres, la belleza evolutivamente está relacionada con la salud. La belleza en el niño suele ir acompañada de amor y recursos por parte de los padres.

Hasta las feministas han aceptado que el cabello largo y seductor, las caderas y labios prominentes, todo está codificado en nuestro cuerpo como algo estético. Somos criaturas visuales, nos regimos por lo que entra por la vista, el atractivo, el olor, la manera de hablar, el estilo, las expresiones, la personalidad, etc., todos son factores que determinan la belleza.

La belleza es una de las dimensiones clásicas de la felicidad, hablamos del nivel de ingresos, de las relaciones sociales, de la salud, de la educación, de la dimensión espiritual, pero nunca se incorpora la belleza. La belleza ayuda a conseguir un trabajo, a buscar mejor pareja, habría que preguntarse si son más felices las personas más bellas. Los bellos también tienen menos posibilidades de sufrir una depresión, ya que son más aceptados socialmente, consiguen un trabajo con mayor facilidad y tienen pareja también con mayor facilidad.
Las personas bellas aunque encuentran trabajo con más facilidad, no lo tienen más fácil para conseguir un ascenso o prosperar dentro del mismo, la buena presencia abre las puertas, pero luego importa lo que uno aporta al trabajo. A veces puede convertirse en un inconveniente, ya que se generan estereotipos, parece ser que esperarán más de ti y por tanto se pretende que trabajes mejor que alguien no atractivo, por lo que se te podrá penalizar más a posteriori.

Constanza González
Tenemos una tendencia a atribuir características positivas a alguien que para nosotros ya tiene algo positivo, ante un buen orador le atribuimos inteligencia, eficiencia, etc., ante una persona bella también le atribuimos más cualidades positivas. Al mostrar fotos de caras bonitas, atribuimos más capacidades a esas personas.
La gente guapa le  atribuimos más características del éxito. Hace miles de años la belleza era un indicador de salud y fertilidad. En esas condiciones se formó evolutivamente nuestro cerebro, de ahí que pensemos que lo bello es bueno.
El sistema de placer o recompensa: primero viene el deseo carnal, luego la activación de la dopamina que te hace sentir embelesado, a veces incluso piensas que quieres vivir para siempre con alguien, porque entra en juego el apego mediante la oxitocina.
No existe ninguna moda universal para la belleza, pero sí que existe una belleza universal. Existe una geometría abstracta de la belleza basado en la biología, aquello que publicita nuestra salud y fertilidad, la piel suave sin imperfecciones, la mujer con anchas caderas que indican fertilidad, el hombre con anchas espaldas, que indica fortaleza, una cabellera seductora que indica salud. Nuestros antepasados se reprodujeron conforme a sus perfecciones, estas perfecciones son señales universales de salud, y respondemos a las diferencias de hombres y mujeres que nos resultan atractivas. Si el hombre resulta muy masculino tampoco es muy positivo porque lo perciben como algo neandertal, por ello, los excesos tampoco son buenos, una mujer con tremendas caderas puede percibirse como de apariencia también prehistórica.

Paul Eckman
Hay un modo universal de expresar las emociones, igual en todas partes. Existe un contexto universal de lo que nos parece bello.
¿El cerebro tiene sexo? El cerebro es femenino está más dispuesto a la empatía el masculino está más orientado a la sistematización, todo ello tiene un origen evolutivo.

“Los rasgos bellos son accidentes de la evolución biológica” Nanci  Etcoff

Monumentos contra la estética:







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